Al séptimo día despertaron y todo estaba consumado. Nadie les preguntó si lo querían así, nadie advirtió que así podía ser.
La leyenda cuenta que el Oriente Antioqueño era una tierra tan productiva que producía comida suficiente para abastecer a la gente de la región y vender el excedente a otras zonas del país. También cuenta la leyenda que los campesinos eran capaces de producir esa comida sin utilizar pesticidas, urea, químicos o derivados del petróleo. La leyenda contará que con los años el Oriente empezó a comprar lo que antes sembraba.
Cambian los tiempos y con los tiempos las formas. Hubo tiempos no tan lejanos en los que comer solo era una necesidad. Hubo tiempos en los que a hacer de la necesidad un negocio no le llamábamos emprendimiento. Los hombres ricos de negocios, esos que trabajan con su dinero mientras los pobres trabajan con sus manos, comprendieron que la demanda de alimentos jamás iba desparecer, y que por el contrario aumentaría cada día.
Ese descubrimiento significó una ruptura. La agricultura sucumbió ante las lógicas industriales: producir mucho a poco costo en el menor tiempo posible. La tecnología, el pragmatismo, las verdades hechas en laboratorios y los balances financieros reemplazaron la sabiduría ancestral, las semillas autóctonas, la recursividad campesina, la confianza en la luna y en la sapiencia de la madre tierra. Lo que fuera una conexión entre el hombre y la naturaleza, se transformó en el acto de agarrar dinero, enterrarlo y en unos meses desenterrar más dinero.
Aun así, la agricultura sigue resumiéndose en cuatro pasos: seleccionar plantas, manejar el agua, renovar y enriquecer los suelos, usar fuerza de trabajo para recoger los frutos. Lo fue así antes de “Cristo”, lo sigue siendo después de él.
La ecuación es la misma, la forma de despejarla distinta: a pesar de que existen 50.000 especies vegetales comestibles, dos tercios de nuestras calorías provienen de tres plantas: arroz, maíz, y trigo; hicimos de la carne el alimento más importante de nuestro menú, pese a que se necesitan 1.500 litros de agua para producir un kilo de maíz y 15.000 para producir un kilo de carne.
La ganadería usa el 80% de la superficie agrícola del mundo y el 10% del agua del planeta; por los daños que le hace al ambiente la mierda de vaca, la sobreexplotación y los agroquímicos que alteran los ciclos de la materia orgánica, cada año el 1% de la superficie arable del planeta –casi 12 millones de hectáreas– queda inutilizable según Naciones Unidas; y como cada vez hay menos donde cultivar, cada vez hay menos personas que cultiven.
El procedimiento varió: como nunca antes necesitamos tantos agroquímicos para hacer de la tierra comida. El resultado también: lo que comemos cada vez tiene más toxinas y menos minerales.
Anualmente Colombia fabrica 78.469 toneladas de plaguicidas e importa 64.000, de las cuales exporta 23.000 y las 119.469 restantes son para consumo interno. Existen 2.490 productos con aval para ser utilizados en territorio nacional. Son 376 las empresas nacionales e internacionales que producen este tipo de venenos en Cartagena, Barranquilla, Bogotá, Medellín y Palmira. Las ciudades envían el veneno al campo, y los campesinos los devuelven a la ciudad transformados en alimento.
Según cifras compiladas por el Sistema de Vigilancia en Salud Pública (SIVIGILA), de los 39.709 casos de intoxicación por sustancias químicas registrados en Colombia en el 2017, 8.423 fueron causadas por plaguicidas. El informe sobre Antioquia, publicado en 2016 por la misma institución, indica que de las 2.419 intoxicaciones registradas, 501 corresponden a plaguicidas. En el mismo informe del 2016, se contabilizaron 256 intoxicaciones en el Oriente Antioqueño, el 40,2% de ellas atribuidas a los plaguicidas.
La literatura sobre las consecuencias de los pesticidas en la salud humana escasea en el país. Sin embargo, los pocos estudios realizados demostraron que las mujeres expuestas a este tipo de químicos presentan menores índices de colinesterasa, la enzima que permite que una neurona se comunique con otra para que los órganos funcionen correctamente.
Las dioxinas, uno de los compuestos químicos más utilizado en los campos de Colombia, solo pueden eliminarlas las mujeres mediante una liposucción o pariendo un hijo que herede las toxinas; los hombres las acumulan en el cerebro y en los testículos. También se ha comprobado que los problemas respiratorios, la alteración del sistema nervioso y la degradación de los neurotransmisores que segrega el intestino, están íntimamente relacionados con el contacto y la exposición a los plaguicidas.
Las cifras siempre engañan, importan sobre todo por aquello que niegan; fueron hechas para simplificar realidades complejas. Es probable que, por las condiciones rurales del territorio y la calidad de los centros de salud de los municipios alejados del Altiplano del Oriente Antioqueño, haya más personas con achaques de salud por culpa de los agrotóxicos y ni ellas ni nosotros lo sepamos.
Más allá de los subregistros, lo realmente preocupante es el manejo que le dan nuestros campesinos a los químicos. Muchos preparan las sustancias sin ningún tipo de protección en el cuerpo o en las manos, algunos no se bañan después de fumigar, la ropa que utilizan mientras fumigan la lavan con la ropa de los demás miembros de la familia, y, por la distancia que existe entre los cultivos y las viviendas, muchos consumen alimentos en el área donde se hacen las irrigaciones, con el agravante de que no se lavan las manos.
Este no solo es un problema de salud pública, también cultural y económico. Desde que la publicidad empezó a ser utilizada en la industria alimentaria, el primer mordisco lo damos con los ojos. Al mercado —y al consumidor— le interesa la factura —el color, el tamaño— no los nutrientes del producto. La única manera de cumplir con esos estándares publicitarios, según las grandes multinacionales y los intermediarios cuya única función es encarecer los productos, es utilizando pesticidas y agrotóxicos.
De todos, el campesino es el menos culpable. La agroindustria logró relegarlo al último eslabón de la cadena productiva: le paga poco por su trabajo y lo obliga a pagar grandes cantidades de dinero por los químicos necesarios para producir. El sistema obliga al campesino a aceptar las reglas del juego, aunque las reglas estén echas para que el campesino siempre pierda.
En el tercer mundo, cultivar es trabajar a la pérdida. Mientras Cargill –la empresa norteamericana que tiene más de 150.000 empleados en 66 países, la segunda mercader de carne de vaca y cerdo, la segunda productora de comida para animales de este mundo– utiliza tractores para producir un grano, un campesino colombiano se vale de un azadón y la fuerza de sus manos. Mientras Cargil puede mermar la producción de algún grano y fijar los precios de ese grano, un campesino en Colombia debe aceptar un pago irrisorio por sus productos. Mientras que en 2012 los países del primer mundo pagaron 275.000 millones de dólares en subsidios a productos agrícolas, (en el primer mundo les compensan a los productores el dinero que pierden por culpa de una peste o una sequía), el sector agropecuario colombiano recibió alrededor de 2 billones de pesos de los 165 billones que componían el presupuesto de ese año.
Las grandes corporaciones aprovechan este ecosistema para expandir sus tentáculos por todo el mundo, cooptar los mercados locales e imponer sus formas, entre ellas las relacionadas con la estética de los productos agrícolas. Archer Daniels Midlands, Bunge, Louis Dreyfuss y Cargill, las cuatro empresas que manejan el 75% del mercado mundial de granos, no existiría sin Monsanto. Monsanto, la primera productora de insecticidas y semillas transgénicas, no existiría sin Archer Daniels Midlands, Bunge, Louis Dreyfuss y Cargill.
“Cómo se interpreta una crisis determina cómo se actúa ante ella”, dice Martín Caparrós. Si queremos que el campesino replantee la forma de producir, primero el consumidor debe reconocer la existencia del problema y luego asumir su responsabilidad en esta cadena de errores.
“Si usted quiere saber lo que los hombres y mujeres realmente creen, no mire lo que dicen, mire lo que hacen”, dicen que decía Groucho Marx. Cuando preferimos ir a un supermercado de cadena en lugar de ir a la plaza de mercado, estamos siendo cómplices del sistema, y cuando nos importa más el empaque que la procedencia del producto, también.
¿De qué sirve tener dinero suficiente para elegir lo que queremos comer si no podemos estar llenos sin tener que tragar veneno? Ante una situación tan penosa, mientras encontramos una idea para cambiar eso, la indignación es un primer paso que nos compromete a inventar algo mejor. Después de todo, lo único que podemos hacer es decidir, que también significa renunciar. Que también significa recuperar la propiedad absoluta de nuestras decisiones y sus consecuencias. Nunca antes comer fue una decisión tan moral y política, y con consecuencias en la vida propia, pero, sobre todo, en la de otros.
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