Con la lectura de Cortázar se nos alquila una pregunta por la ética, pues queda al desnudo que cualquier principio es móvil y accesible al cambio.
Escrito por Johan Sebastián Ochoa Alzate
Cuando murió Julio Cortázar, en febrero de 1984, el argentino era ya uno de los escritores más célebres de toda América Latina (quizá a su pesar, porque siempre sostuvo que no había sido un escritor profesional y que narrar tenía para él una cualidad de acto reflejo para expulsar algo indefinible, como una cosquilla molesta); cuatro décadas después, Cortázar comparte, a la sombra de Jorge Luis Borges, un lugar indispensable como clásico de la literatura en Argentina.
Su libro más representativo, Rayuela (1963), se tradujo a más de 30 idiomas, y fue un fenómeno en las décadas de los sesenta y los setenta. Aunque sus contemporáneos —entre ellos el mismo Borges, y también Juan Carlos Onetti y Mario Vargas Llosa— lo reconocieron más como un cuentista extraordinario, por relatos como Casa tomada, La noche boca arriba, El perseguidor, La salud de los enfermos, El otro cielo, entre otros.
Rayuela fue un fenómeno editorial enmarcado en lo que se conoce como el “boom” latinoamericano; que concitó esencialmente novelas convertidas en poco tiempo en grandes monumentos, por ejemplo, La ciudad y los perros (1963) y Conversación en La Catedral (1969), de Mario Vargas Llosa; Cien años de soledad (1967), de Gabriel García Márquez; y La muerte de Artemio Cruz (1962), de Carlos Fuentes. En el fondo, las novelas latinoamericanas de esa época, especialmente la de Cortázar, fueron más allá de lo editorial y marcaron otro tipo de revolución, sobre todo formal, dejando una estela en su tiempo. Rayuela es un artefacto soberbio que reúne poesía, ensayo, crítica, hipertexto, narrativa discontinua; que se configuran en un relato humorístico y salvaje, preñado de absurdo, un rasgo característico del estilo cortazariano.
Carlos Fuentes reconoce a Cortázar dentro de una tradición literaria cuyo culmen está en Cervantes, con El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605), y que bebe de Erasmo de Róterdam y otros autores que versaron sobre la locura. La mayoría de los hombres —dice Erasmo—, “o se avienen a hacer como que no ven, o se engañan con cortesía [...] tal es el modo de representar la farsa de la vida”.
De ahí que leer sea, a veces, practicar una especie de piromanía de sí mismo, un pasaje hacia el desdibujamiento del yo y de lo real, entendido como un acto de fe. En la obra de Julio Cortázar hay un diente que recala, incisivo, en el orden de las cosas; en él la realidad es mítica, en el sentido de que existe una sociedad con la mentira y la invención. Tal vez por eso, en sus historias, lo fantástico es una propiedad endógena de lo cotidiano, nace de una mano, de un sueño, de una galería comercial o un tornillo. Hay una seducción inevitable a advertir el engaño que nos provee la vida con su marcha unánime (pero también nosotros mismos nos mentimos, usamos máscaras, hay cosas que no queremos ver porque tememos que se caiga el andamiaje entero de lo que siempre ha estado bien, funcionando como un relojito); en cambio, parece imponerse la urgencia de buscar el revés en aquello que hemos aceptado a ciegas, hacer una hoguera de nosotros mismos y, así, abrirse paso a lo posible.
Los personajes que creó Cortázar habitan mundos donde el mal no existe como una presencia definida; es una invención; en ocasiones el ser más manso es fiera y presa al mismo tiempo. No es que sean mundos privados del mal y donde impere la inocencia. Resulta más brutal aún porque la maldad encarna en sus personajes de manera fatal e inadvertida, sin un juicio moral ni redención.
La novela 62/Modelo para armar (1968) tiene su razón de ser en un postulado semejante: “fuerzas habitantes, extranjeras, que avanzan en procura de su derecho de ciudad; una búsqueda superior a nosotros mismos como individuos y que nos usa para sus fines [...] Si escribiera ese libro, las conductas standard (incluso las más insólitas, su categoría de lujo) serían inexplicables con el instrumento psicológico al uso”: eso lo presagiaba Cortázar en Rayuela, mencionando, a través de Morelli (su alter ego), un libro que pensaba escribir y escribió, pocos años después.
El ser humano no tiene perfecto dominio de sí, más bien es gobernado por fuerzas que lo anteceden y lo postergan; así se explica el miedo que sentimos de nosotros mismos, de aquello de lo que somos capaces. Con la lectura de Cortázar se nos alquila una pregunta por la ética (también una ligera, y necesaria, construcción), pues queda al desnudo que cualquier principio es móvil y accesible al cambio; el precio es el peligro mismo de la respuesta a ¿cuál es el marco de valores que aceptamos?, ¿qué de todo ello nos arriesgamos a incendiar para quitarnos el velo y las máscaras?, ¿qué hay después del horizonte en ruinas de nosotros mismos?
Leer su obra es el presentimiento de un susurro que no queremos eludir, que sabemos que no debemos eludir, verse cara a cara con algo que nos va a aterrar; o la perspectiva contraria, negarse a ver esa imagen, inventarla, porque el universo cortazariano es también la celebración de la imaginación.
Carlos Fuentes narró varias veces una anécdota; que cuando leyó la noticia de la muerte de Cortázar, en el New York Times, llamó enseguida por teléfono a Gabriel García Márquez. Le dijo “¿Has leído?, ha muerto Julio Cortázar”. Gabo tal vez fue el primero que aseguró la posteridad del argentino, respondiendo así: “Carlos, no creas todo lo que dicen los periódicos”. Hoy se le descubre aún vivo en la marea convulsa de su obra, una zona de amenazas.