Hombres y mujeres somos iguales en derechos y deberes. Los seres humanos pertenecemos a una sola especie y únicamente para efectos de su perpetuación venimos en versión femenina y masculina. Sin duda alguna, pretender que un género esté por encima del otro es una discusión mandada a recoger que solo cabe en mentalidades muy “tradicionales” o en personas que tienen una clara intención de destruir el tejido social.
El tema de la violencia de género va más por el lado cultural. El denominado micromachismo es un ejemplo de eso. El micromachismo hace referencia a esos actos sutiles y prácticamente imperceptibles con los cuales se pretende tratar a la mujer con falsa condescendencia o con una deferencia no enfocada hacia la amabilidad sino hacia el desconocimiento de su valor holístico como persona.
Los ejemplos abundan en el discurso social. Hombres que dicen que no está bien involucrarse en tareas relacionadas con el cuidado de los hijos o con las responsabilidades domésticas, por mencionar alguno. O aquellas alusiones a la debilidad de la mujer que minimizan su capacidad de decisión o que desestiman el impacto de la gestión empresarial, comunitaria o social llevada a cabo por una mujer. Esto por no hablar de la descalificación de la mujer en entornos políticos desde la estrategia de resaltar solamente sus atributos físicos y pero no su capacidad intelectual.
Estos discursos vienen desde siglos atrás. No obstante, hoy en día, muchos han aprendido a diferenciar una conversación que requiere la mención de uno u otro género, de aquella conversación tóxica que promueve el micromachismo. Me refiero a las afirmaciones sexistas en las que se hace referencia al género de manera peyorativa o denigrante.
El Oriente Antioqueño no es ajeno a este tipo de micromachismos. Desde el chiste popular donde la mujer se configura como un objeto a disposición de las necesidades del hombre, pasando por la conversación seria donde se descalifica a la mujer por el hecho de ser mujer, y llegando al caso más extremo: el de medios de comunicación que aluden a la belleza física como único atributo de las lideresas comunitarias y de las mujeres involucradas en la gestión política del territorio.
Por fortuna, nuestra región cuenta no solo con mujeres de gran talante y capacidad de superar las dificultades desde entornos familiares, laborales y profesionales, sino también con mujeres preparadas académicamente, con amplia experiencia en lo público y lo comunitario que promulgan los valores trascendentales que nuestros municipios requieren para el desarrollo de modelos políticos innovadores.
En conclusión, ninguna persona que trabaje por el desarrollo y el cambio social o que plantee un modelo político innovador e incluyente debería ser obstaculizada por temas relacionados con género, clase social, orientación sexual, raza o creencias religiosas.
Dejo para la reflexión una última idea que resume lo planteado hasta aquí: una mujer no merece respeto por el hecho de ser mujer… una mujer merece respeto por su condición de ser humano… eso es todo.
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