Los muros no detienen, pero si hieren
Es la mañana del 13 de agosto de 1961. La capital alemana, Berlín, amanece partida en dos. Sin anuncio ni consulta previa, desde Bornholmer Strasse hasta Oberbaumbrücke, un muro de 155 kilómetros con forma de media luna divide un país en dos países: al oriente la Alemania socialista dirigida por la República Democrática Alemana (RDA), al occidente la Alemania capitalista regida por la República Federal Alemana (RFA).
El muro, no es un muro cualquiera porque en realidad son dos: uno interior y otro exterior. Entre esos dos muros hay trincheras, vallas metálicas, alambradas de púas, y “franjas de la muerte” donde se prohíbe la vida. 14.000 soldados, 600 perros, 186 torres de vigilancia, y 31 puestos de control son utilizados para garantizar la funcionalidad del muro que pretende hacer de Berlín Occidental “una isla en un mar comunista”.
Los 2,8 millones de habitantes que desde 1949 decidieron abandonar Alemania Oriental rumbo a Alemania Occidental –la mayoría de ellos jóvenes y profesionales de alta cualificación y especialización– representaban una amenaza económica para la vitalidad de los planes socialistas. Esa fue la justificación de tal arbitrariedad –la que quedó grabada en la historia–.
Hannah Busar nunca recibió explicaciones de la historia –no importa quién es Hannah Busar; si a un país no le importa el campesino que le da de comer, mucho menos le va importar una extranjera que no pudo ver a su padre en veintiocho años por culpa de un muro. Pero se derrumbó el muro y con él la ilusiones de ver a su padre. Había muerto–. Y cuando el ser humano no tiene explicaciones, es un animal dominado por el instinto: como todos esos hombres que perdieron la vida tratando de cruzar el muro porque el deseo humano de encontrarse con los otros siempre es más fuerte que cualquier estructura de hormigón. Y si la razón es gobernada por el instinto, no sabés lo que estás haciendo pero de igual forma lo hacés: por ejemplo, echás a tu hijo en una canasta y con una polea lo lanzás al otro lado del muro con la esperanza de que sea recibido por los brazos de un familiar antes de que sea alcanzado por las balas del francotirador que obedece la orden de dispararle a todo lo que se mueva.
Es la mañana del 9 de junio de 2016. Luis Pérez, gobernador del departamento, anuncia que habrá un peaje entre los municipios de Marinilla y Guatapé. El líder del ejercito desarrollista justifica la medida asegurando que “tiene un impacto vial muy justo, porque en Colombia solo tenemos vehículo particular el 13% de la gente. Si los dineros públicos se destinan solamente a hacer vías para los carros particulares, dejamos desprotegidos la salud, la educación…”.
La historia se repite. Los que escriben la historia toman decisiones –que escapan a nuestro entendimiento– y otros (nosotros) nos sometemos a ellas guiados por el instinto como vacas al matadero. Esos otros (los ninguneados) omitidos en la historia tendrán que dejar sus familias, sus trabajos, sus vidas del otro lado del muro por Stalin, por la patria, ¡por el comunismo! Esos otros (las victimas del desarrollo) serán obligados a dejar la tierra que solo valora quien vive en ella –arrancar sus raíces y echar lo que más puedan en los bolsillos– deberán inmolarse en nombre del desarrollo y el bien común –de unos pocos–.
Amanecerá, se construirá un muro (una frontera) con nombre de peaje y una región se fragmentara en municipios ricos y pobres bajo el pseudónimo de área metropolitana. Amanecerá, y la única explicación será la resignación de ver el Oriente Antioqueño parecido a todo, menos a lo que soñamos.
Posdata: A usted señor misericordioso, que aboga por el porvenir de esta tierra y que promulga soluciones para la región como si fuera ´El Mesías´, le digo que yo no hago parte de esa gente, que según usted, “le gusta ver bulldozer abriendo caminos y haciendo obras”. Yo prefiero ver una vaca y una montaña, pero no de cemento.
Juan Alejandro Echeverri