(Lo aquí escrito, escrito está en futuro presente. Lo mismo puede leerse como un presagio o un desvarío)
Es un hecho: el Altiplano del Oriente Antioqueño se mueve al ritmo que se mueve el mundo. Cada día el planeta es más urbano: en 1950 el mundo tenía 86 ciudades con más de un millón de habitantes, en 2015 se calcularon 550. Cada día son más viviendo en menos espacio: más de la mitad de la población mundial —más de 3.500 millones de personas— vive en ciudades de más de 300.000 habitantes. Por ejemplo en Bangladesh, donde cada año mueren 110.000 bebés por causas relacionadas con El Hambre, hay 1.140 personas por cada kilómetro cuadrado.
Lo uno está relacionado con lo otro: a medida que crece la población, crecen —aparecen— las ciudades. Rionegro, la primera ciudad emergente del Oriente Antioqueño, cuadruplicó su población en 50 años: de 30.637 habitantes en 1964 pasó a 122.231 habitantes en 2016. Las proyecciones indican que en menos de diez años Rionegro tendrá una población superior a los 250.000 habitantes, y para 2040 se espera que haya doblado esa cifra.
No solo Rionegro. El Altiplano también crece —se urbaniza— con un afán sospechoso: en 2017 las constructoras aspiraban comercializar 3.100 unidades nuevas de vivienda, siete años atrás las cifras anuales no llegaban ni a 500. Crecen los municipios, florecen las hipótesis.
Las justificaciones: dicen que el Altiplano está condenado a urbanizarse porque Medellín ya no tiene para dónde expandirse; que Medellín se cansó de ser Medellín, que no quiere ser una ciudad industrializada que atrae obreros —“fuerza de trabajo en bruto”—, sino una urbe innovadora que ofrezca diversión y servicios que atraigan extranjeros y empresarios —“fuerza de trabajo cualificada”— capaces de pagar y cobrar por esa diversión y esos servicios.
Dicen que la clase media-alta de Medellín se hastió de Medellín, de la contaminación, del tráfico, de su paisaje sórdido, y quieren venir al Oriente a respirar aire puro los fines de semana o pasar sus últimos días de vida arrullados por el concierto filarmónico de los pájaros de este paisaje campechano; que quieren, dicen sin decirlo, volver al pasado, al origen.
Nadie, por ahora, puede asegurar que nos vayamos a arrepentir de esta colonización bienintencionada, pero nadie puede negar sus consecuencias: entre más cemento, edificios, centros comerciales y carreteras, más deforestación; a más deforestación menos bosque capaz de absorber agua, es decir, más derrumbes e inundaciones.
Entre más personas, más desigualdad, más desechos, más carros, más contaminación, más demanda de servicios, más caras las tarifas, más competencia; entre menos zonas verdes, menos donde sembrar. Quienes dedicaron su única vida a la agricultura tendrán dos opciones: sembrar en otro lado o hacer algo que no sea sembrar, como la mayoría que no tiene más alternativa que elegir lo segunda. La sociedad del conocimiento les ofrece los trabajos que nadie quiere hacer: recoger —barrer— la basura, construir las casas en las que otros van a vivir, manejar un taxi, cocinar: sobrevivir.
Las sociedades urbanas además de ser máquinas productoras de pobres son máquinas productoras de pobres infelices. Lo que más me preocupa de todo esto es El Hambre, la madre de todas las enfermedades inventadas por el hombre, la más curable de todas. Nunca antes producimos tanto alimento —más del que necesitamos—, nunca antes hubo tanta voluntad política para multiplicar El Hambre.
En el principio de la humanidad fue así, en el Altiplano del Oriente Antioqueño lo fue hasta hace poco: comíamos lo que sembrábamos, y vendíamos o intercambiábamos lo que nos sobraba con otros que también sembraban. Cada vez en el mundo y en el Altiplano se siembra menos, cada vez hay menos donde sembrar, cada vez hay menos personas dedicas a sembrar lo que comemos.
Hace diez mil años toda la humanidad trabajaba en función de conseguir comida. Hoy, en las sociedades más ricas, solo el 3% de la población trabaja la tierra para producir comida. Quién sabe quiénes —aunque todos creemos saber quiénes son— convencieron a nuestros gobernantes de que había una forma más práctica y rentable de acceder a la comida: pagar por ella.
“Somos más humanos cuanto más saciados. Y somos más humanos cuanto menos tiempo debemos dedicar a saciarnos. El proceso de civilización es el recorrido que va desde pasar todo el tiempo dedicados a conseguir comida hasta pasar lo menos posible dedicados a conseguir comida (…) Quien controla un granero [la comida] controla a los que quieren comer esos granos”, escribió un tal Martín Caparrós en su libro El Hambre.
El Hambre, casi siempre, es el fruto que retoña cuando un grupo personas descuidan su soberanía alimentaria, que no es otra cosa que producir el alimento que necesitan para alimentarse. Sociedades alimentariamente autosuficientes, por decisiones políticas y económicas, de un momento a otro deben comprar el alimento que antes ellas cosechaban.
Tras miles de años dedicados a la evolución científica y tecnológica el hombre aún no encuentra la forma de reemplazar la comida, de vivir sin ella. Por lo tanto, entre menos comida tenga un grupo de personas, y dependiendo de lo lejos que deba traerla, más dinero tendrá que invertir en alimentarse.
46 de los 50 países más pobres del mundo compran más comida de la que venden, toda comprada en los países ricos que destinan miles de millones en subsidios a las prácticas agrícolas. Son las lógicas del mercado: el dios del capitalismo. Al mercado, y a todos los intermediarios que se benefician de ese dios, no le importa alimentar personas sino hacer cada vez más dinero, aunque debido a ello muchos no puedan alimentarse.
Las hambrunas, también las guerras, suelen comenzar así: con decisiones que parecían más insignificantes que un suspiro. La guerra y El Hambre son cosas lejanas —invisibles— que siempre les pasa a otros, y en efecto les pasas a miles de millones de otros. Cada día mueren 25.000 personas de Hambre, un niño menor de diez años cada cinco segundos por Hambre.
Hasta ahora el Altiplano puede pagar cada vez más para no sentir hambre. Llegará el día en que El Hambre de unos sea alimento de otros (puede que ya haya llegado). Menos mal estamos preparados para lo peor porque “por pereza, ignorancia o quién sabe qué otra gran virtud solemos pensar que la historia del mundo solo podía haber sido lo que fue. Es el truco más sólido de los que prefieren que aceptemos el mundo tal cual es: lo que fue es lo que debió ser”.
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