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Crónica: El hombre que duerme de carriel

  • Trabajo de grado: Rostros, Sabores y Melodías de El Carmen de Viboral, por Laura Beatriz Zuluaga Mejía, UDEA Seccional Oriente


    El Trozo siempre camina lento para llegar a uno de sus negocios favoritos: El Rincón Colonial, heladería ubicada en la calle 30 en el Parque Principal. Es muy común verlo en ese lugar. Allí, muchas veces, se sienta por el resto de la tarde a ver la cotidianidad del pueblo mientras disfruta de un helado o un cigarrillo.

  • El Trozo es una de esas personas que deambula por las mesas contiguas al Palacio Municipal o la Iglesia de El Carmen donde se pueden distinguir, casi a diario, a las mismas personas tomando lo mismo, compartiendo con amigos o familiares, leyendo el periódico u observando la cotidianidad.

    Todos estos clientes son amantes del café con leche, las manzanillas, el tinto, las empanadas y el pastel de pollo. Muchos disfrutan del movimiento comercial que se vive a diario y están a la expectativa de las demás vidas, existencias igual de simples o complejas que las propias, pero que no son como la de El Trozo.

    El nombre completo de este personaje es Enrique Jiménez Jiménez. Ahora tiene 59 años y desde hace 30 ha vivido en el Centro de Bienestar del Anciano San José, asilo del pueblo. Para todos es normal su presencia. A veces se para en frente de las mesas en la que están sentadas varias mujeres encopetadas y muchachas jóvenes, señala el plato donde les trajeron el café, y ellas le regalan con naturalidad las bolsitas de papel con azúcar que no diluyeron en sus bebidas. Después El Trozo se aleja mientras chupa su dulce regalo.

    Otras veces recoge los conos de helado que dejaron caer al suelo, su golosina preferida, y se los come sin reparo. Luz Elena Gallego Osorio, empleada del Centro de Bienestar del Anciano, dice que El Trozo recoge lo que sea del piso, que se come cualquier cosa, y que no se explica cómo éste ha sido tan aliviado porque es muy cochino.

    El Trozo sonríe siempre que cruza palabras con la gente. Habla con cualquiera que le hable y de lo que sea. Es muy respetuoso y no es de los que cogen las cosas, sino que le pide a la gente. A diario se pasea por varios negocios del pueblo: almacenes de ropa, cafeterías, supermercados, entra en ellos simplemente a observar o a conversar.

    Enrique tiene un retraso mental. Es un alma volantona del pueblo que sin ser excluido de la cotidianidad recorre las aceras de la plaza vociferando frases inusuales, sosteniendo charlas sin sentido con los demás habitantes del lugar u observando detenidamente a su alrededor.

     

    Usa sombrero negro de cuero, agrisado por el polvo; botas, una con cordón negro y la otra con cordón azul; blazer oscuro, pantaloneta debajo de un pantalón de paño. En sus salidas matutinas, Enrique siempre lleva consigo un morral completamente repleto de cosas útiles y también desechables, que le han regalado sus coterráneos o se ha encontrado en los suelos. De ahí viene su apodo, pues a pesar de ser un anciano delgado, escuálido y bajito, el cúmulo de cosas que carga sobre su cuerpo hace que tome una figura robusta y abultada.

    En el escaparate donde guardan todas las pertenencias de los ancianos del asilo, le guardan a El Trozo un amplio conjunto de morrales, algunos de alto valor comercial. En ellos, según él, ―carga las cosas de la vida‖. Les introduce relojes, clavos, lápices, colillas de cigarrillos, lapiceros, boletas, cordones, candelas luminosas, celulares, un radio de pilas, piedras, pañales sucios, excremento, picos de botella, fósforos, guantes, papel y toallas higiénicas, y las mil y una cosas que algunos carmelitanos le obsequian con frecuencia. Lo que para muchos representa un montón de rebujo, para El Trozo estos objetos adquieren otro valor; son pertenencias sagradas que cuida y carga consigo todos los días, singulares tesoros que guarda con recelo.

    Para cualquier persona es curioso ver que alguien de la edad de Enrique pueda llevar tantas cosas encima. La explicación, se dice, es que él siente temor de dejar sus pertenecías en el Centro de Bienestar porque siempre cree que le roban cada vez que las empleadas del lugar desechan sus fortunas. Es de suponer que a raíz de ese temor su actitud se percibe desconfiada. Cada vez que se detiene a realizar alguna actividad la hace con sigilo, cuidando de hacerla bien, y levanta su cabeza constantemente, vigilante.

    Le gusta dormir con carriel, saco, zapatos y sombrero. Se acuesta así. No se quita nada para dormir. Se levanta cuando las religiosas y empleadas del Centro de Bienestar del Anciano San José llaman a todo el mundo para tomar los ―tragos‖, pequeña comida que se sirve antes del desayuno. Se queda en la cama sentado hasta que las colaboradoras lo puedan bañar. Si por él fuera no se quitaba la ropa que mantiene puesta, así que mientras una de las empleadas lo baña, la otra mete la ropa sucia a lavar. ―A escondidas le sacamos todo lo que mantiene en los bolsillos y cuando se da cuenta se pone muy bravo. Coge los zapatos y los tira a medio patio, porque le quitamos todo ese desorden; pero después se calma. Él es muy decente y no es grosero en comparación con otros. Él no mantiene malicia de nada‖, cuentan las empleadas del centro, Marta Hernández Toro y Luz Elena Gallego, quienes llevan más de dos décadas trabajando en el lugar.

    Todos los días, después de desayunar se sienta por ahí, esperando a ver si hay una puerta abierta para volarse. A él le gusta estar en la calle y dice que le dan mejor comida afuera, porque la gente le compra almuerzo, le da de lo que no puede comer y él es feliz. ―Hay días que se nos vuela antes del desayuno y no viene sino hasta por la noche. A veces llega a las nueve, a veces a las ocho y media, por eso ahora lo estamos dejando salir solamente por la tarde, después del medio día cuando almuerza‖, comenta la religiosa Oliva Rodríguez Rodríguez.

    En la actualidad, este hombre de mirada fija y caminar lento, apoyado en un tradicional zurriago, destina su tiempo a la realización de oficios y tareas singulares, producto de su interés y vocación de servicio. A diario, además de recorrer el parque, visita la iglesia porque ―trabaja en la parroquia sacando las canecas‖, afirma él mismo. Los domingos está en todas las misas del día. ―A mí lo que me parece curioso de Enrique es que se mantiene en la Iglesia, a nosotros nos dice: ‗Voy a desayunar porque me tengo que ir a trabajar a la parroquia sacando la basura‘‖, afirma Luz Elena Gallego.

    Es muy poco común no ver a El Trozo en la iglesia. Acompaña con sus rezos a los fieles del municipio y se sienta a hacer cualquier cosa. Antes de entrar, se quita el sombrero en son de respeto y en la misa acostumbra darle la mano a la mayor cantidad de carmelitanos que pueda.

    La felicidad de él es la calle, y el día que no lo dejen salir se pone muy triste. A este personaje le encanta caminar por la Calle de la Cerámica, la calle del comercio, la más concurrida que de norte a sur atraviesa el municipio. Aunque para los visitantes del pueblo El Trozo puede parecer un indigente, todos los días se le ve con ropa diferente y con unos combinados poco comunes. Cuando se tiene la costumbre de observarlo se nota que en el asilo lo cuidan mucho.

    Sin embargo, para él el asilo es un lugar de paso. Allí escasamente va a dormir. Un día llegó a la media noche, recuerda la religiosa Oliva Rodríguez Rodríguez, ―yo le dije: ¡Voy a traer la Policía!, y a él nombrarle la Policía es como nombrarle quién sabe qué. Ahí sí se pone juiciosito, pero cuando ve que los agentes no llegan, se vuelve a desjuiciar. Cuando lo castigo, le digo ¡usted se lo buscó!, por eso al otro día sí se pone las pilas y hace caso.

     

    Enrique llegó al Centro de Bienestar del Anciano el primero de marzo de 1983, siendo todavía muy joven para ser internado en un asilo, de 29 años de edad. Su madre Julia Jiménez de Jiménez, ya en edad avanzada, llegó a este lugar acompañada por él y su otra hija, Mercedes, quien también padecía un retraso mental. A ella le decían ―La Maluquiada‖ por su forma de saludar a las personas que se encontraba. Por su irreverencia aun se le recuerda como un personaje pintoresco de El Carmen de Viboral.

    Doña Julia temía morirse un día cualquiera y dejar a sus hijos desamparados, por eso entregó al asilo las escrituras de una casa que poseían cerca a la antigua Notaría de El Carmen para que a los tres los dejaran vivir permanentemente en ese lugar.

    ―Yo me acuerdo muy bien de Julita y de la hermana de él, Mercedes. La vida de ella era fumar y llevar la mamá al baño. El Trozo también tenía el hábito del cigarrillo, incluso desde que vivía con la mamá, pero hoy en día tiene el vicio de comerse las cenizas‖, dice Marta Hernández, colaboradora del asilo.
    Cuando Julita y Mercedes murieron, la última por un cáncer, Enrique asumió la pérdida fácilmente y siguió como si nada hubiera pasado. Según las empleadas del Centro de Bienestar, no le dio depresión, en cambio decía: ―¡ah, ya que más se va a hacer!.

    El carácter de Enrique es muy particular. Es amable, respetuoso y servicial. Cuando se pone bravo se voltea el sombrero de manera que no pueda ver a la persona con la que está molesto. ―Cuando Enrique llega acá y la puerta del asilo está cerrada y la de la capilla abierta, y hay un padre que no sea de su agrado, se voltea el sombrero para no verlo. Entra por la capilla y no mira a la persona, adquiere una actitud de indiferencia, se tapa y se va‖, cuenta Rebeca Giraldo, actual directora del Centro de Bienestar del Anciano San José.

    En el pasado él tenía otras maneras de expresar su enojo, añade la directora: ―Enrique estuvo yendo por casi 10 años a mi casa, porque mi papá nos regalaba a diario dos litros de leche para el Centro, iba con una canequita a recogerla. Normalmente partía después de desayunar, más o menos a las nueve de la mañana. Él se pegaba la caminada hasta la vereda

    Campo Alegre, iba por la leche y se devolvía. Muchas veces cuando él tenía disgustos con alguna religiosa o con alguna empleada del asilo, iba hasta mi casa, reclamaba la leche y la dejaba en las escalas de la entrada, no la traía. Cuando yo llegaba a la casa a almorzar veía la caneca ahí y me tocaba traerla cuando me devolviera‖.

    No obstante, a El Trozo lo quieren en el pueblo. Es un personaje bonito, sonriente, tierno. Un pintor peruano, Pablo Marcos, también se enamoró de este personaje carmelitano. Fue así como en 2006 el artista creó una caricatura de Enrique para un almanaque que recogería fondos para el Centro de Bienestar del Anciano. El dibujante resaltó su cuerpo pequeño, de un metro sesenta, aproximadamente; sus orejas prominentes, al igual que su nariz; sus ojos muy pequeños, bastante cerrados, y con una expresión melancólica. Sus trazos también resaltan la forma en que Enrique usa siempre el pantalón debajo de las medias, que a veces lleva de diferente color. Lo pintó igualito a como es en la actualidad, con los cordones, los bultos en los bolsillos, cargando siempre de a dos o tres bolsos. ―Él siempre ha sido así, uno lo ve y pareciera que no le pasan los años‖, dice Marta Hernández.

    Aquella caricatura exagera las arrugas y el rostro caído de este carmelitano, que se deforman por la fuerza de sus gestos cotidianos. Su boca aparentemente estirada por la falta de dentadura, pero esbozando siempre una gran sonrisa. ―Lo pintaron como lo que es, el personaje del pueblo‖, comenta Luz Helena Gallego.

    Al finalizar cada tarde, después de recorrer el pueblo con su caminar particular, unas veces a las cinco de la tarde, otras a las diez de la noche, El Trozo regresa a su casa, el asilo. Allí, en los pocos momentos que comparte con sus compañeros de hogar, se dedica como todos los demás ancianos a ver pasar el tiempo o esperar simplemente a que llegue el momento de partir.

    Por: Laura Beatriz Zuluaga Mejía, UDEA Seccional Oriente - [email protected] 

     

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