El problema de fondo es que estos sistemas de mutuo elogio erosionan la credibilidad institucional. Cuando todo el mundo tiene una condecoración, ninguna condecoración significa nada.
Por John Chica. Colaboración con Oriente Capital (@oriente.capital).
Hay algo inquietante, incluso molesto, en la proliferación de condecoraciones que los políticos colombianos obtienen, o, diríamos algunos, se otorgan entre sí. Cada semana, algún congresista, alcalde o gobernador aparece en redes sociales luciendo una medalla recién inventada, posando con la banda terciada y el gesto solemne de quien acaba de recibir el Nobel. La “Orden al Mérito Cívico”, la “Condecoración a la Excelencia Democrática”, el “Reconocimiento a la Trayectoria Legislativa”, el “Premio a mejor alcalde en inclusión”, la “Mención de honor al líder político más joven y bello”—nombres pomposos para ejercicios de mutua adulación que no engañan a nadie, excepto quizás a quienes los reciben—.
Este fenómeno no es exclusivo de la política. En el mundo académico existe un símil igualmente preocupante: las mafias de citación mutua. Grupos de investigadores que se referencian sistemáticamente entre sí, inflando artificialmente sus índices de impacto sin que necesariamente exista mérito científico real. Publican en revistas de dudosa reputación, se citan en círculos cerrados y construyen castillos de credenciales sobre arenas movedizas. El resultado es el mismo: una apariencia de prestigio que se desmorona al primer examen riguroso.
Lo que ambos fenómenos revelan es la construcción de ecosistemas cerrados donde el reconocimiento no proviene del mérito objetivo ni del escrutinio público, sino de pactos implícitos de reciprocidad. “Yo te condecoro hoy, tú me condecoras mañana”. “Yo cito tu investigación, tú citas la mía”. Es el trueque elevado a sistema, la moneda falsa circulando como legítima.
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En política, estas condecoraciones buscan un efecto de legitimidad. Un político decente pero no muy destacado, o uno con controversias judiciales o cuestionamientos éticos puede intentar darse a conocer, o blindarse exhibiendo medallas y reconocimientos. Es la estrategia del currículum inflado: si acumulo suficientes distinciones, quizás la gente olvide preguntarse por qué las recibí o quién las otorgó.
El problema de fondo es que estos sistemas de mutuo elogio erosionan la credibilidad institucional. Cuando todo el mundo tiene una condecoración, ninguna condecoración significa nada. Cuando todos los investigadores tienen índices de citación altos por citarse entre amigos, el sistema pierde su capacidad de distinguir la excelencia real de la mediocridad disfrazada. Es como cuando en un torneo de fútbol o una carrera de atletismo, todos obtienen una medalla; la foto puede parecer memorable, pero el premio se convierte en un simple certificado de participación incluso para los que quedaron de últimos.
La verdadera distinción no necesita medallas autoconferidas. El reconocimiento auténtico proviene del trabajo bien hecho, del escrutinio de pares independientes, del tiempo que decanta lo sustancial de lo superficial. Pero en una sociedad cada vez más orientada a la apariencia y al impacto inmediato en redes sociales, la tentación del mutuo elogio resulta irresistible.
Quizás el antídoto sea simple: desconfiar de quien exhibe demasiadas medallas. Preguntarse siempre quién otorga, por qué y bajo qué criterios. Valorar más el trabajo silencioso y consistente que la fanfarria de reconocimientos rimbombantes. Y, sobre todo, negarse a participar en estos juegos de espejos donde todos se declaran mutuamente extraordinarios mientras la sociedad observa, cada vez más escéptica, esta danza de vanidades compartidas.
Al final, la historia no recordará las condecoraciones que nos dimos unos a otros, sino lo que realmente construimos o destruimos con nuestras acciones.
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La sociedad del mutuo elogio
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