


Agustín tiene 25 años, sandalias gastadas y una bicicleta que ya conoce de memoria cada subida del continente. A su lado camina Sol, su perrita, compañera inseparable desde hace casi cuatro años. Juntos salieron de Tandil, en la provincia de Buenos Aires, y desde entonces no han dejado de moverse. “No se precisa nada para viajar, nada más las ganas”, resume él, mientras descansa en una casa amiga en Colombia.
Sol no es solo una compañía de ruta. Es el pulso del viaje, el motivo para frenar y también la razón para seguir. Apareció cuando la vida de Agustín ya estaba en movimiento y, desde entonces, no volvió a estar solo. “Ese perro lleva casi cuatro años conmigo”, dice, con la certeza de quien habla de un vínculo que se construyó kilómetro a kilómetro. Con ella aprendió a medir el riesgo, a elegir dónde dormir y a cuidar más que a ser cuidado.
Antes de la bicicleta hubo otros viajes. Agustín empezó a moverse a los 19 años, cuando decidió salir de su casa por primera vez. “El primer reto más grande de mi vida fue salir de mi casa”, recuerda. Luego vino dejar su ciudad, después su provincia y, finalmente, su país. La incomodidad con la rutina y la sensación de estar atrapado en una vida predecible fueron el motor inicial. “Quería salir de la monotonía de mi ciudad, de todo”, dice.
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El viaje en bicicleta nació casi por casualidad. En Brasil, durante su primera salida internacional, cambió un teléfono celular por una bicicleta. “Ahí me puse a viajar en bici”, cuenta. Con ella recorrió el sur brasileño, volvió a Tandil y poco después volvió a salir. Para entonces, Sol ya era parte del camino y también del cuidado diario: avanzar más lento, parar cuando hacía falta, buscar sombra, agua y descanso.
La ruta lo llevó a Bolivia y luego al norte de Chile, antes de regresar nuevamente a territorio boliviano. Después vino Brasil otra vez, donde permanecieron cerca de un año. Allí el viaje se detuvo más de lo esperado: Sol tuvo siete crías. El tiempo se volvió más doméstico, más quieto. “Pasaron un montón de cosas”, dice Agustín, consciente de que ese periodo lo obligó a asumir responsabilidades nuevas, a quedarse cuando el viaje pedía pausa.
Luego siguieron Perú y Ecuador, hasta cruzar la frontera con Colombia, país en el que ya completan siete meses de recorrido. Aquí atravesaron largas distancias, desde el sur hasta el Caribe. Hicieron la Ruta del Sol, pasaron por Santa Marta y luego descendieron por la costa hasta Turbo, antes de volver a enfrentar la montaña. “De Turbo para acá ya es todo subida”, explica. En cada tramo, Sol marcaba el ritmo. Cuando ella se cansaba, el día terminaba.
El trayecto entre Mutatá y el interior del departamento les tomó cerca de una semana. La bicicleta estaba dañada y el cansancio se acumulaba. Caminaron largos trechos. “Somos mucho de caminar, no nos molesta”, dice. Agustín llevaba las mismas sandalias con las que cruzó La Guajira. Sol caminaba a su lado, sin correa, atenta. Para él, su bienestar es prioridad absoluta. “A veces ella tiene la comida y yo no”, confiesa.

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Sol está sana, vacunada y cuidada. Agustín lo dice con firmeza, casi como una aclaración necesaria. “Esa perrita está muy bien”, repite. No porque tenga que justificar nada, sino porque sabe que ella es su mayor responsabilidad. Acepta ayuda cuando se trata de alimento o cuidados para ella, pero nunca a costa de su bienestar. En la ruta, Sol es familia, hogar y compañía.
Más que una forma de moverse, el viaje se convirtió en una postura frente al mundo. Agustín no usa teléfono y no siente que lo necesite. “La gente está muy metida en la tecnología, y a mí no me interesa”, afirma. Su vida es simple, pero no liviana. Todo pasa por Sol: decidir dónde parar, cuánto avanzar, cuándo descansar. Ella es el centro desde el cual se organiza el día.
Hoy descansan en la casa de Diego Sepúlveda, un amigo que apareció gracias a la red informal de viajeros, cuando este hizo un recorrido en motocicleta hasta Ushuaia, en Argentina. “Poder descansar aunque sea un día es un montón para un viajero”, dice Agustín. Rionegro le parece un lugar generoso: verde, húmedo, amable. “Es un paraíso”, resume. Sol duerme tranquila, estirada en el piso, ajena al ruido del mundo.
La travesía de Agustín y Sol no tiene una fecha clara de final. No hay una meta escrita ni un destino definitivo. Es un viaje que avanza a pedal y a paso lento, sostenido por la confianza en el camino y por una certeza simple: mientras Sol camine a su lado, él ya tiene todo lo que necesita para seguir.
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