Por María Gabriela Pavas Álvarez.
En los campos de mi pueblo, a mediados de noviembre se pintaba la casa y se retiraba el hollín de la cocina, se arreglaba el jardín y se comenzaba a recoger la leña; en la tabla de la cocina reposaban ya tacitas de leche y quesos para preparar los alimentos de Nochebuena. Las manos de mamá parecían hacer sonar las cuerdas de un instrumento musical mientras cernía la harina de maíz en el cedazo.
Se acercaba la Navidad, ninguna nube en el cielo, días claros y noches que invitaban a caminar bajo la luz de las estrellas.
Llegaba diciembre, tal vez, el mes más esperado por las familias, el tiempo para el disfrute de las festividades principales, como el día 7, para encender las velitas en honor a la Inmaculada Concepción; y los días 24 y 25, para celebrar el nacimiento del Niño Dios. Compartir en casa y sacar un momento para asegurarse de que al vecino no le faltara algo con qué hacer la cena de Navidad, era de lo más importante en aquellos tiempos.
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El domingo de aguinaldos correspondía a una semana antes del 24 de diciembre, entonces papá iba al pueblo a comprar lo que hacía falta en la alacena: astillas de canela, anilina vegetal para colorear el dulce de naranja, la media de vino para hacer el brindis en la cena de Navidad; y ante todo el regalo para el niño más pequeño de la casa: algún carrito de lata, un silbato o una pelota pequeña.
Al inicio de diciembre, mamá hacía el pesebre debajo del pino del patio, le ponía musgo, cardos y conchas de caracol; íbamos al río por arena y piedras, al mismo río que nos traía en la corriente los regalos para el resto de los hermanos: yolombos secos a los que hacíamos sonar como cascabeles, frasquitos de perfume vacíos, partes de alguna muñeca desechada desde alguna ciudad lejana; trozos y material suficiente para armar juguetes; soñábamos entonces con aviones y trenes en otros mundos; regresábamos a casa entre risas y alegría, desde nuestra playa a celebrar la Nochebuena. El fogón de leña humeaba desde el amanecer; mamá, papá y la tía Ana hacían diferentes dulces que servían en platicos y luego, mis hermanos y yo repartíamos para que los vecinos degustaran, trayendo de vuelta alguna conserva, como muestra de cariño; eran tiempos de armonía entre sabores y colores; todos teníamos alguna tarea especial el 24 de diciembre.
La cena de Navidad se servía a las cuatro de la tarde, nos sentábamos en banquitos de madera o en el llano, papá nos daba una tapita de vino. Nunca llovía en Navidad.
Años después, la época de adviento sigue encendida como una llamarada, en los corazones niños, tallados de recuerdos, como estampas palpitantes, que no se apagan a pesar de los aguaceros de hoy día. No puedo negar que me gustan las luces de colores, la música, la tradición, los adornos, el pesebre con cada figura de papel, al que le pongo ríos de cartón, a los que hago fluir en mi memoria.
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Estampa de Navidad
“En los campos de mi pueblo, a mediados de noviembre se pintaba la casa y se retiraba el hollín de la cocina, se arreglaba el jardín y se comenzaba a recoger la leña; en la tabla de la cocina reposaban ya tacitas de leche y quesos para preparar los alimentos de Nochebuena”.
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Caminantes
“Pueblo de pastizales, cristalinas aguas con piedras de río: No crezcas tanto; llévame al morichal, al maizal, a la papera; abriga los caracoles y deja un árbol para que picoteen y en él hagan su casa los pájaros carpinteros”.
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Relatos de abuelos
“Abuela decía: son las doce del día cuando pisas tu propia sombra, miraba al sol y al suelo para saber el resto de las horas. Y así, a tiempo entregó las cartas de amor o desamor”.





