“En el fondo, todos sospechamos que estos mandamientos no nos están salvando. Nos están agotando. Nos están vaciando de sentido mientras nos llenan de metas inalcanzables”.
Por JAVA.
En esta era posmoderna, que se presenta a sí misma como el tiempo de la emancipación, la autenticidad y el empoderamiento individual, han emergido una serie de nuevos “mandamientos” que operan como guías de vida incuestionables. Son frases repetidas en redes sociales, en libros de autoayuda, en discursos empresariales, en charlas motivacionales y en conversaciones cotidianas. No vienen en tablas de piedra, pero actúan como dogmas morales. Su poder no está en la imposición externa, sino en que parecen razonables, deseables, hasta liberadoras. Sin embargo, en muchos casos, son trampas disfrazadas de autonomía, pero que por el contrario terminan llevando al individuo a la angustia, el dolor y la frustración en muchas oportunidades.
1. “Tenés que ser productivo todo el tiempo”
La productividad se ha convertido en una religión laica. En lugar de preguntarnos si lo que hacemos nos llena, si tiene sentido o si nos permite ser más humanos, se nos evalúa por cuántas tareas tachamos en el día, cuántos proyectos emprendemos, cuántos ingresos generamos. Incluso el descanso debe justificarse como una forma de recargar para volver a producir más y mejor. Se nos niega la posibilidad de simplemente “estar” sin hacer, sin rendir cuentas. El ocio, el aburrimiento, la lentitud y la contemplación son vistos como lujos inútiles, cuando en realidad son espacios vitales para la reflexión y el sentido.
La trampa de este mandamiento está en el hecho de vendernos la idea de que en la medida en que somos “productivos” estamos alcanzando nuestro yo ideal y nuestros sueños, a la vez que despertamos admiración (validación social) del resto de las personas, cuando muchas veces estamos matando nuestro bienestar físico y mental, incluso nuestras verdaderas metas y anhelos.
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2. “Tenés que encontrar tu pasión (y vivir de ella)”
Nos dicen que cada uno vino al mundo con una misión casi mágica: una pasión oculta que debe ser descubierta y convertida en profesión. Si no la encontrás, el problema sos vos. Pero no todas las personas tienen una única gran pasión, ni todas las pasiones son convertibles en carrera.
Esta obsesión individualista con encontrar “el fuego interno” desdibuja una de las condiciones estructurales de la vida: que está en constante cambio, nuestros hobbies de niños posiblemente no sean los mismos que tenemos ahora, y aquello que nos inspira actualmente seguramente no lo hará en unos años, y eso está bien. En la vida experimentamos muchas situaciones, conocemos muchas personas, y nuestra historia personal se va moldeando constantemente con cada una de ellas, las cuales van condicionando nuestra “pasión”, que igual que el fuego, no es estático.
3. “Tenés que ser tu mejor versión siempre”
El mandato del “self improvement” nos exige estar en constante optimización: ser más sanos, más inteligentes, más empáticos, más carismáticos, más seguros, más resilientes. La vida se transforma en un proyecto interminable de mejoramiento personal, que inevitablemente lleva a una sensación frecuente de fracaso y estancamiento. ¿Y si un día no tengo ganas? ¿Y si simplemente quiero ser como soy, sin filtros, sin exigencias, sin esfuerzo? Este mandamiento invisibiliza el derecho a la fragilidad, a la contradicción, al fracaso y al límite. No siempre somos nuestra mejor versión, y eso también nos hace humanos.
4. “Tenés que ser feliz (y demostrarlo)”
Hoy no basta con ser feliz: hay que parecerlo. Mostrarlo. Publicarlo. La tristeza, el vacío o el desencanto están mal vistos. La presión por estar bien nos aísla cuando no lo estamos, porque nos hace sentir que fallamos en algo esencial. Nos volvemos expertos en disimular angustias, en editar emociones, en sonreír cuando queremos gritar. Pero la felicidad no es una obligación ni un estado permanente: es un destello, una construcción intermitente que a veces se parece más a la calma que a la euforia.
5. “Tenés que emprender, liderar, destacar”
Ser parte de algo ya no alcanza. Hay que ser el que lo inicia, el que lo lidera, el que deja huella. El modelo del emprendedor exitoso se impone sobre cualquier otra forma de ser y estar. Pero no todos quieren ser jefes, fundadores o “influencers”. También hay belleza en el anonimato, en acompañar, en cooperar. Este mandamiento sobrevalora la individualidad y desvaloriza lo colectivo, lo silencioso, lo cotidiano. No todos los aportes necesitan tener nombre y apellido.
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Además, esta forma de medir el éxito de una persona obliga a darle valor a la vida solo si esta es inspiradora o genera algún ingreso económico. ¿Y qué hay de la dignidad de vivir, aún sin grandes hazañas? Está bien vivir una vida sin aplausos, en una orquesta el tercer violín no está en primera fila frente a todos los espectadores y rara vez hace un solo para que le aplaudan, pero su música es igual de hermosa, conmovedora e indispensable para el buen desarrollo del concierto.
6. “Tenés que sanar todo tu pasado”
La psicología popular (muy presente en redes y libros de autoayuda) ha instalado la idea de que debemos sanar todas nuestras heridas para poder vivir, e incluso que debemos de sanar las heridas de nuestra familia y antepasados (cargar con las responsabilidades de otras personas). El problema es que esta exigencia convierte el proceso personal en una carrera lineal hacia una supuesta curación total. Pero no todo se sana, no todo se resuelve, y vivir con ciertas cicatrices también es parte del camino. A veces sanar no significa olvidar, ni perdonar, ni entender o asumirlo todo: significa seguir viviendo con dignidad, a pesar de.
7. “Tenés que desconectarte (pero estar disponible)”
Nos piden desconectarnos, hacer “detox digital”, cuidar nuestra salud mental... pero al mismo tiempo se espera que estemos disponibles 24/7: para responder mensajes, para participar, para opinar, para producir. Se genera así una esquizofrenia social: nos vendemos como conscientes del autocuidado digital mientras somos devorados por notificaciones, correos urgentes y validaciones instantáneas. La desconexión real se ha vuelto un privilegio casi subversivo.
8. “Tenés que viajar para encontrarte”
El viaje se ha romantizado como el escenario supremo del autodescubrimiento. Hoy, más que una experiencia cultural, muchas veces se convierte en una obligación simbólica: si no viajás, no vivís; si no salís del país, no crecés; si no documentás tu travesía en redes, no aprendiste nada. Sin embargo, esta narrativa ignora que muchas personas encuentran sentido en la quietud, en lo local. No todos se descubren caminando por calles extranjeras: algunos lo hacen en una plaza del barrio o en la repetición amorosa de los días.
9. “Tenés que cuidarte, pero sin descuidar tu imagen”
El culto al cuerpo ha mutado. Ya no se trata solo de estar delgado, sino de estar saludable, funcional, fit. Pero esta salud muchas veces está atravesada por exigencias estéticas: si no se nota, no vale. El autocuidado, en vez de ser una forma de bienestar integral, termina convertido en una performance para los demás. Comer sano, hacer ejercicio, meditar o dormir bien dejan de ser placeres para convertirse en deberes visibles, monitoreables, subidos a redes. La imagen termina invadiendo incluso los espacios que deberían ser íntimos.
Esta percepción del cuidado personal termina incluso por perjudicar muchas veces la libertad de los individuos y sus pequeños placeres de la vida, puesto que acaba haciendo sentir culpable e irresponsable a alguien porque un día no fue al gimnasio, no meditó, o se comió un dulce, helado, pizza o hamburguesa. Una vida que busca un “bienestar integral” no debería llevarte a un sentimiento de culpa.
10. Y el gran mandamiento no escrito: no fracasés. Nunca.
Este mandamiento no es exclusivo de esta época, desde siempre este ha sido la piedra angular de la vanidad humana, y, por ende, la raíz de la mayoría de los desasosiegos que quitan la paz y roban el sueño de la mayoría de las personas.
El fracaso no se tolera. Ni el económico, ni el emocional, ni el vital. Si no lográs tus metas, si no cumplís tus sueños, algo hiciste mal. En este evangelio moderno, todo depende de vos: tu actitud, tu vibra, tu mentalidad. El contexto no existe. La injusticia, tampoco. Si fracasás, no molestés. Aprendé, sonreí, posteá.
El asunto está en quién define qué es un fracaso; si no me caso a los 25, pero sí a los 35, ¿estoy fracasando?, ¿si nunca formo una familia ni me compro una casa, estoy fracasando?, ¿si me graduó de la universidad a los 40, estoy fracasando?... Todo es tan relativo, porque en cada caso hay muchos factores contextuales que se ignoran y se pasan por alto.
Está bien cometer errores, y decir que me equivoqué, está bien no cumplir metas, alcanzar sueños, o llenar expectativas propias o ajenas. El fracasar en muchas culturas es visto como las cenizas que pueden servir de abono a nuevas metas y deseos, porque nunca nada está perdido por completo.
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Estos mandamientos, en apariencia modernos y bienintencionados, suelen operar como cadenas sutiles. Nos exigen más de lo que podemos dar, y lo hacen en nombre de ideales elevados: plenitud, autenticidad, superación, éxito. El problema no es que sean falsos en sí mismos, sino que son absolutistas. Niegan la diversidad de ritmos, caminos y deseos que existen en la experiencia humana.
En el fondo, todos sospechamos que estos mandamientos no nos están salvando. Nos están agotando. Nos están vaciando de sentido mientras nos llenan de metas inalcanzables. Tal vez sea hora de volver a lo básico: vivir sin tener que demostrarlo. Habitar el tiempo sin monetizarlo. Hablar menos, escuchar más. Fallar sin culpa. Descansar sin excusas.
Por eso, más que rechazarlos completamente, tal vez la salida esté en relativizarlos. En ponerlos en duda. En permitirnos no cumplirlos siempre. En recuperar el derecho a la pausa, al error, a la incompletud. En aceptar que la vida no es un mandato, sino un proceso que merece ser habitado sin tantas exigencias, con más ternura y más verdad. Vivir sin la sensación de deber rendir un examen.
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