Los bien o mal llamados espantos también tuvieron presencia en Rionegro, solo que algunos eran de carne y hueso; ese fue el caso de El Sombrerón, la gigantona y el espanto del ataúd.
Por Jeison López.
El lucífero, aunque parezca asociarse con el nombre del ángel caído que describen en el libro de Ezequiel en la Biblia, no es más que un sinónimo de la palabra fósforo. Ese artefacto, producto del ingenio humano, fue creado, según dicen, por John Walker en 1826. A pesar de ser elaborado en Inglaterra, tuvo vital importancia en la cultura rionegrera. Sobre todo, en la época en la que no estaba instaurada la energía eléctrica en Rionegro.
La primera planta de energía se inauguró el 10 de marzo de 1917. Sin embargo, sus habitantes se salían con la suya, vencían la oscuridad a partir del lucífero, las velas de sebo o estearina, las lámparas de petróleo y aceite. Ni qué decir de la antorcha que usó el sereno, persona que vigiló las calles de actos delictivos y conductas que atentaran contra la moral entre el siglo XVIII e inicios del XX.
Los bien o mal llamados espantos también tuvieron presencia en Rionegro, solo que algunos eran de carne y hueso; ese fue el caso de El Sombrerón. Luis Emilio Gallego Barco, en el libro el Rincón de los Recuerdos, describe que salía en las calles por los lados de El Carretero, bajaba hacia la Calle Real, exclamaba gritos, lamentos y arrastraba cadenas a su paso. Escenas muy dantescas para ese entonces, la gente corría despavorida. Hasta que Francisco Bernal, alcalde en ese momento, lo enfrentó. En el atrio de la capilla de Jesús Nazareno lo esperó como vigía en atalaya, al escuchar los ruidos característicos, palpó su revólver, lo desenfundó y gritó: “o se muere ‘Pacho’ Bernal o El Sombrerón”. Ante esto, en el interior del armazón de varillas, dos personas rogaron por su vida.
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No todos los fantasmas en Rionegro fueron de carne y hueso, quizás el espanto más tradicional, se podría decir patrimonial, fue el encapuchado de la Casa Quinta. Se dice que era un jinete montado en un brioso corcel negro, vestido de capa, con un maletín en la mano, y que mientras cabalgaba, descubría la capa y se observaba que no se trataba de una persona, sino de un cuerpo esqueletizado.
Lo veían hacer el recorrido desde el antiguo matadero (cerca de La Pola), daba la vuelta por la mansión denominada la Casa Quinta y lo veían entrar a una de sus pesebreras. Existió el testimonio de que, en la titulada mansión, propiedad de Celestino de la Roche, había tesoros enterrados. Contrario al éxito que tuvo Francisco Bernal al enfrentar a El Sombrerón, dos soldados intentaron imitarlo. En una oportunidad vieron aproximar el jinete, le dispararon y observaron que los proyectiles no le hicieron daño. En consecuencia, del susto, cayeron desmayados y se dijo en aquel entonces que uno de ellos fue internado en el manicomio de Medellín a raíz del impacto emocional.
Otro espanto de carne y hueso fue la gigantona, mujer de más de dos metros de estatura, con aspecto de muñeca gigante, que rondó las calles del Alto del Medio. Amedrentó a los habitantes de la zona con gemidos, especialmente a los borrachos y los amantes de la noche. A la gigantona le llegó su hora, más bien su karma. Un grupo de envalentonados, prendos, cansados de escuchar a los compañeros de copas ser intimidados, fueron tras ella. Al hallarla, se le fueron encima y descubrieron que el fantasma en realidad era un hombre con disfraz.
Para terminar, uno de los relatos de fantasmas más populares de que se tenga registro en Rionegro, sin lugar a duda, podría ser el del espanto del ataúd. Hace muchos años, en las escuelas, no faltaba el profesor o la profesora que narraba esa historia. Era como un ritual para hacer la transición de la primaria al bachillerato —¡aquellos tiempos!—. Se trataba de un grupo de monjas que pasaban en las noches cargando un ataúd y rezando padrenuestros a favor de las ánimas del purgatorio. No generaban ninguna consideración, fueron el terror por mucho tiempo. Después de varias averiguaciones se tuvo sospecha de que las religiosas, fantasmas, tenían que ver con la distribución de aguardiente (salud por las ánimas). ¿Cómo cayeron? Una noche las vieron ingresar por el Alto de la Mosca (de costumbre con el ataúd encima de los hombros), encendieron fuego, no del lucífero, sino “plomo”. Las “religiosas” en vez de responder con el avemaría contestaron con bala y cuando arrojaron el ataúd, salieron rodando botellas de tapetusa.
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“Los bien o mal llamados espantos también tuvieron presencia en Rionegro, solo que algunos eran de carne y hueso; ese fue el caso de El Sombrerón, la gigantona y el espanto del ataúd”.





