Vive en la calle porque no recuerda dónde vive. “Me llamo Felipe”, dice pensativo y con una voz pesada. Lleva toda su vida viviendo en la calle y aunque no recuerda bien desde cuándo, deja a la imaginación los cálculos diciendo que tiene veintinueve o veinte ocho años, de pronto menos, no lo recuerda tampoco. “La gente piensa que tengo más porque tengo la barba y el cabello blanco, pero no, como yo camino todo el día el sol me destiñe y hace que la tintica negra se chorree”. Le llaman el Mexicanito, y desde que recuerdo se le ha visto siempre por las calles de Marinilla merodeando rincones, no pide nada y le dan poco, anda pensativo y con la mirada en el piso, como contando los pasos.
Está sentado en una silla de cemento con los pies cruzados, tiene un pantalón negro amplio que sostiene con una correa improvisada, una camisa verde limón clara y una chaqueta gris de corduroy. “No, no me gusta caminar porque me canso, pero me toca para buscar el sol”, dice. Está iluminado por un delgado rayo de sol que burla al cielo ya asfixiado.
“Yo tengo poquita memoria”, sonríe grande, deja ver una lengua blanca y unas encías lisas que tapa con los labios estriados. Viene del Suroeste antioqueño y la mamá vive allá, “de vez en cuando voy a visitarla, pero no mucho, porque por allá hace mucho frío y a mí me gusta el calor”, “el sol es la inteligencia de Dios”, señala el cielo y deja salir una sonrisa que suena, “es que cuando hace frío no puedo dormir bien, y menos cuando llueve, eso es horrible”.
Tiene aproximadamente 85 años o más, imposible que tenga mamá, la altura de Marinilla oscila entre 1.900 y 2.400 metros sobre el nivel del mar lo que lo hace un pueblo relativamente frío.
Le propongo que caminemos mientras conversamos, logro ver en el bolsillo embutido de la camiseta color limón, una cajetilla de cigarrillos de una marca que no conozco. “Me gusta fumar mucho, he fumado toda la vida, desde chiquito”. De su boca salen palabras circulares muy retrasadas, parece que mientras piensa olvida. No sabe por qué le dicen el Mexicanito, “yo creo que es porque me gusta cantar música mexicana y porque toco guitarra”. Le pido que me cante alguna canción y con una mirada improvisada dice: “no… tengo una gripa, muy fregada”. Lo miro fijamente, mostrándole mi sonrisa más incrédula.
Hay un olor metálico en la atmosfera y un silencio profundo, me pregunto qué piensa, le pregunto qué piensa. “¿Usted qué cree niña, que va a llover sí o no?” Sí, respondo. Me pone una mano suave en la espalda y me dice que eso es lo que estaba pensando, si va a llover o no.
Lo veo rebujar en el bolsillo de la camisa y saca un reloj de pulsera morado con una sola correa, está apuntando las 5:06 de la tarde, le pido que me lo muestre y mientras lo veo, me habla de la Semana Santa: “qué pesar, esa cuestión de la muerte de Jesús, eso es muy triste, ¿no le parece?” Sí, es muy triste. “Son las 5:09”, lo miro y le pregunto si tiene afán. “No, ¿para qué voy a tener afán?”
Dice que se levanta a las 6 de la mañana para medio organizarse, esconde en alguna parte la manta que tiene para cubrirse por las noches y se va para misa. ¿Dónde duerme? “No sé, en todas partes”, contesta. Siempre comulga, no perdona no hacerlo. Sale de misa y comienza a caminar esperando calentarse, habla con los amigos que lo invitan a tinto. “A mí me gusta el tinto, no el café con leche, eso no sabe a nada pero la leche sola sí me gusta con pan pero del bueno, no el que venden aquí”. En Semana Santa, me cuenta, lo invitaron a comer mucho, “la gente se pone buena en Semana Santa, ¡ah, eso es muy bueno!”
Le pregunto si alguna vez estuvo enamorado, me dice que sí, “de una mujer que tenía 14 años, Mercedes, pero ella ya se murió, ¡me dio una tristeza!”, lo dijo como si hubiera pasado hace poco, la tristeza se le notaba en los ojos desteñidos también por el sol, no sé.
Ahora el cielo está ciego y comienzan a caer gotas que mojan mis gafas, le pido que nos movamos de esas sillas incomodas que nos exponen a la lluvia, él se mueve, se mueve lento, yo apuro el paso. Estamos tapados por el techo que sobresale de las casas, las gotas se vuelven constantes “huele a agua, es mejor que me vaya”. Sí, muchas gracias por todo, “que Dios la bendiga hijita”, gracias.
Estoy ahora en mi casa, mirando el techo de mi pieza, afuera traquean gotas contra los tejados y entonces pienso en Felipe o Agustín o Julián o Alfonso o Andrés, ya se me olvidó a mí también, de eso se trata.
Escrito por: Jenny Carvajal Valencia, estudiante de comunicación social de la Universidad Católica de Oriente.
Fotografía: Juan Carlos Rincón Gómez
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