“Pertenezco al sindicato invisible de los abogados que escriben, esos que al lado del código manejan la novela, el poema, la reflexión sociológica o la investigación histórica; y que, sintiéndose no menos escritores que abogados, se precian de tener de los poemas político-sociales y humanos un concepto integral y más alto, pues que sus inquietudes miran tanto al horizonte plano de las realidades de cada día como al abismo de los grandes interrogantes del hombre y del destino”. Carlos Jiménez Gómez, Testigo de un diluvio, 1999.
Eran las 7:48 p. m. cuando sonó el teléfono. Carlos Jiménez Gómez levantose entonces del sofá en que se encontraba y alisose el cabello hacia atrás como si fuera a encontrarse con alguien frente a frente, y se dirigió a contestar la llamada. En la televisión todavía se escuchaba el noticiero, hablaba sobre el retiro voluntario de Fernando Hinestrosa, rector de la Universidad Externado de Colombia, de la terna presentada al Senado para elegir al nuevo procurador general de la nación.
—Sí, ya sabía lo de Hinestrosa… Entiendo… Mañana nos vemos entonces —fue lo último que dijo Jiménez antes de colgar la llamada y regresar con una sonrisa ingenua en la boca para sentarse en el sofá de nuevo.
—¿Quién era, Carlos? —preguntó su esposa Marta Luz Posada Uribe.
—El presidente Belisario Betancur. Quiere que yo integre la terna para procurador general en reemplazo de Fernando Hinestrosa.

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Orígenes del provinciano que se convirtió en procurador
Carlos Jiménez Gómez nació el 11 de septiembre de 1930 en El Carmen de Viboral, Antioquia. Fue el penúltimo de cinco hermanos del matrimonio entre María de Jesús Gómez de Jiménez y Carlos Amador Jiménez, en un hogar que combinaba vida campesina y comercio de maíz en el Magdalena. “Su padre trabajaba comerciando con maíz. Cuando él se dio cuenta de que tenía cinco hijos y que vivían en un pueblo que era terminal de carretera donde la cantidad de oportunidades eran reducidas, decidió que él se iba a ir a trabajar a un caserío cercano a Aguachica, Cesar”, manifestó la hija del exprocurador, Marta María Jiménez Posada.
Su infancia transcurrió entre las aulas de la modesta escuela urbana de varones de El Carmen de Viboral y juegos de fútbol en sus calles de arena, antes de que el traslado de la familia a Medellín, en busca de mejores oportunidades y horizontes académicos, definiera un nuevo rumbo. “Además de las oportunidades que ofrecía Medellín, la decisión también estuvo basada en el deseo de Carlos Amador de poder estar más cerca de su esposa e hijos”, dijo Marta Jiménez.
Ingresó al seminario de Medellín con apenas 11 años, un paso habitual para los jóvenes provincianos con aspiraciones educativas, aunque no necesariamente religiosas, en la Antioquia de los años cuarenta. Allí permaneció durante cuatro años y se formó en disciplina y humanismo, intereses que reforzaría luego en el bachillerato en el colegio de la Universidad Pontificia Bolivariana (al cual ingresó después de abandonar el seminario).
En esa época entabló amistad con figuras que marcarían la cultura y la política del país, como el escultor Fernando Botero y el político Jaime Piedrahíta. Juntos compartieron tertulias, travesuras y proyectos intelectuales, “Eran unos jóvenes bastante normales a pesar de ser una ‘pandilla intelectual’, se metieron en varios problemas a causa de sus travesuras, pero también salieron de muchos gracias a su picardía y sagacidad”, rememora su hija recordando las historias de su padre. Sin embargo, una de sus bromas les pasó factura, ya que fueron expulsados del colegio en 1947, estando en 10.°. “Después del regaño del rector, este le dijo a mi papá que el único de todos los que no se pueden ir de esos tres era él, porque mi papá había montado junto con los profesores de Filosofía un centro de pensamiento y filosofía en la Bolivariana, y él era como el líder del tema”, menciona Jiménez Posada. Por lo que Carlos Jiménez Gómez culminó su educación básica y media en esa institución.

El estudiante de derecho y el artista
Una vez finalizado su bachillerato, Carlos Jiménez entró a estudiar Derecho en la Universidad de Antioquia en 1950. “Mi papá siempre dijo que él era un hombre que andaba a caballo entre las letras y el pragmatismo del derecho”, explicaría después su hija al recordar la elección de carrera: un joven talentoso de recursos modestos debía asegurar una profesión para vivir y, al mismo tiempo, mantener abierta la puerta de la creación literaria.
En 1951, con apenas 21 años y todavía estudiante, estrenó su primera obra Cuando los generales vienen en el Teatro Bolívar de Medellín. La pieza fue protagonizada por Fausto Cabrera (quien sería un reconocido actor de cine, teatro y televisión) y la escenografía diseñada por su amigo Fernando Botero. El montaje convirtió a Jiménez Gómez en un dramaturgo precoz y le dio visibilidad en el circuito cultural de la ciudad.
En la facultad de Derecho no renunció a esa vida cultural. Mientras preparaba exámenes y redactaba su tesis sobre Los Estados Afectivos en el Derecho Penal (un trabajo laureado que combinaba análisis jurídico y sociológico), dedicaba noches a escribir teatro, ensayos y poesía; con esta última realizó una antología titulada Campesino en la ciudad, que publicó después en los años ochenta de ese siglo. “Fue durante este tiempo como estudiante de Derecho y frecuente visitante a círculos bohemios y tertulias literarias en Medellín cuando conoció a Belisario Betancur Cuartas, aunque no tuvo una amistad tan cercana como con Botero”, menciona la hija de Jiménez Gómez.
Ese impulso creativo continuó incluso después de graduarse. En 1957, ya como juez municipal en los municipios de Concordia y Cañasgordas, escribió Una comedia para dos, obra inspirada en la violencia política de los años cuarenta y cincuenta. Fue su manera de trasladar al escenario las tensiones que veía desde su escritorio judicial.
Para Elizabeth Jiménez, representante del grupo de Vigías del Patrimonio de El Carmen de Viboral, sus obras literarias están inspiradas en la experiencia personal de su autor y en la observación crítica de la sociedad antioqueña. Las dos obras teatrales, Cuando los generales vienen y Una comedia para dos, traducen al escenario la crudeza de la violencia de mediados de siglo y cuestionan el papel de la justicia en medio del conflicto. En conjunto, sus textos transmiten una doble sensibilidad: por un lado, la del jurista que busca orden y equidad; por otro, la del poeta que transforma la realidad en imágenes y símbolos. Según Jiménez, esa fusión convierte a Carlos Jiménez Gómez en “un observador muy detallista” y en un autor cuya obra “retrata una época increíble” y, al mismo tiempo, ofrece claves para entender el presente.

Vida familiar y personal
Carlos Jiménez Gómez conoció a su futura esposa, Marta Luz Posada Uribe, en el municipio de Andes, Suroeste antioqueño, durante una visita oficial en la que participaba como secretario general de la Gobernación, cargo al que llegó en 1961. “Le pareció una muchacha muy linda, aunque era casi 10 años menor que ella. Comenzaron a salir, ya que mi mamá también se encontraba en Medellín, y prontamente se comprometieron y casaron”, afirma su hija Marta María.
La boda fue en Medellín y ese mismo día se fueron para Bogotá en carro. La luna de miel fue en Sasaima, Cundinamarca. “Según mi madre fue la cosa menos romántica del mundo porque mi papá trabajaba todo el tiempo y la finca se llenaba de visitantes. Entonces mientras estaban en la piscina él andaba tecleando en la máquina de escribir, o debía salir a atender a alguien que venía, entre otras cosas”, sostuvo la hija del procurador Jiménez. “Era un trabajador incansable y con un sentido de compromiso laboral casi que obsesivo. A veces me llamaba a trabajar incluso domingos y festivos cuando fue procurador”, dijo Hernando Llano, quien fue compañero de trabajo de Jiménez Gómez durante su paso por la Procuraduría.

Del matrimonio nacieron tres hijas. Como padre, Jiménez Gómez fue exigente y cariñoso a la vez. Su hija recuerda que era “muy recto, de pocas palabras, pero de gestos contundentes” y que solía compensar su carácter serio con actos de ternura, como comprar un libro especial para alguno de sus hijos o llevarlos de paseo a la biblioteca.
Una de las anécdotas más repetidas en la familia es que con el primer sueldo que ganó como juez municipal le compró a su madre (María de Jesús Gómez de Jiménez) una nevera, gesto que simbolizaba gratitud y sentido de amor familiar. También recuerda que, al resolver un pleito en uno de los pueblos donde fue juez, falló en contra del grupo de jóvenes más populares del lugar y “nadie más lo volvió a voltear a mirar”, muestra de su carácter incorruptible incluso en situaciones cotidianas.
Jiménez Gómez tenía hábitos muy marcados. No era deportista ni aficionado a las actividades físicas, aunque por su altura (1.83 m) y contextura delgada parecía que sí; empero, por recomendación médica, ya en sus últimos años de vida, caminaba dos o tres horas diarias, pero incluso en esas caminatas lo hacía vestido con corbata, chaqueta y zapatos de cuero. Su hija destaca que “jamás lo vimos en sudadera ni en tenis” y que hasta sus últimos días se mantenía afeitado y perfumado. Esa elegancia era parte de su personalidad pública y privada: jamás improvisaba en su apariencia ni en sus lecturas.

Sus hobbies giraban alrededor de la cultura: leer, escribir, asistir a tertulias, coleccionar libros y arte. La biblioteca personal (más de 4 000 volúmenes) era su orgullo y su refugio. Allí, entre anaqueles, pasaba horas revisando documentos, preparando conferencias o escribiendo poemas. En familia, su hábito era leer en voz alta o comentar artículos de prensa o sobre el contexto político del momento, más que ver televisión o practicar deportes. Para su hija, esa combinación de disciplina, elegancia y curiosidad intelectual lo convertía en “un tipo universal en el sentido renacentista de la palabra”.
También le gustaban la música popular, el jazz, la música clásica y boleros, así como bailar, algo en lo que él consideraba era experto. “Mi papá bailaba como dando pasitos en el mismo puesto, y rígido, aseguraba que sus dos días en clase baile antes de casarse lo habían convertido en un bailarín experto. Realmente creo que él sabía que no bailaba bien, pero no le importaba porque tenía sentido del humor”, asegura Jiménez Posada.
Hernando Llano recuerda además al exprocurador como “un gran conversador, muy acogedor, muy amable y con una memoria prodigiosa”, que podía pasar de discutir filosofía política a recitar versos de Porfirio Barba Jacob o contar anécdotas sobre su amistad juvenil con Fernando Botero, “esta amistad la recordaba con mucho cariño, incluso con nostalgia, creo que él se sentía muy solo en esos tiempos de procurador y que pensaba que nadie lo comprendía como lo hizo Botero en sus tiempos de estudiante”, dijo Llano. Para él, Jiménez Gómez no era solo un jurista sino un artista, “un poeta metido en la política”, con sensibilidad para ver la crisis del país en clave social y cultural.
El procurador
—El presidente Belisario Betancur, se encuentra al teléfono —dice una secretaria con voz monótona en el despacho de la oficina de abogado independiente de Carlos Jiménez Gómez, ubicada en Bogotá, donde se hallaba resolviendo los asuntos pendientes que le quedaban antes de asumir su nuevo cargo y desplazarse al edificio de la Procuraduría ubicado sobre la carrera 5 con calle 15 de la capital de la república.
—Comuníquemelo. Seguro quiere felicitarme por el reciente nombramiento —dice el procurador electo mientras se sienta a atender la llamada en su sillón—. ¡Presidente, gusto saludarlo!
—Carlos, ¿cómo estás? —habla el presidente como quien declama una poesía.
—Como puede estar alguien en estas circunstancias: emocionado pero consciente del enorme reto que debo enfrentar.
—De eso quería hablarte… —la voz del poeta de Amagá se puso más tímida—. Hombre, decliná tu elección, no es tu tipo de trabajo.
—Yo por el contrario pienso que se adapta bastante a mi perfil —dijo con un tono de voz tranquilo pero serio—. No se preocupe, presidente, la Procuraduría quedó en muy buenas manos.

Carlos Jiménez Gómez asumió la Procuraduría General de la Nación entre 1982 y 1986 con una idea clara: que su despacho fuera “la Procuraduría de Opinión”. Llegó sin padrinos políticos, pero con una reputación de jurista independiente. “Yo opino que él llego a ser procurador por sobre los otros dos ternados porque él había acompañado jurídicamente a varios senadores, así que lo conocían y sabían de su rectitud y ética. Elementos indispensables pero difíciles de encontrar en el ejercicio público en la Colombia de aquella época”, asevera Jiménez Posada.
Desde ese cargo impulsó la idea de una “Procuraduría de Opinión” cercana al ciudadano y comprometida con la defensa del interés público. Durante su gestión investigó y denunció casos emblemáticos: las violaciones de derechos humanos asociadas al surgimiento del paramilitarismo, el robo al Banco de la República, la crisis política en Caldas y, sobre todo, las irregularidades en la retoma del Palacio de Justicia. También participó, por encargo presidencial, en contactos exploratorios con el cartel de Medellín en Panamá para buscar una posible entrega, episodio que desató una tormenta política en los años ochenta.
Su estilo frontal le ganó enemigos y amenazas. Vivió bajo escolta, sufrió intentos de atentado y vio alterada su vida familiar ya que no contaba con privacidad. Dos de estos casos los recuerda su hija Marta María. “Una vez regresaba de la universidad y me encontré con una persona muerta en el suelo de la acera cerca de mi casa, la escolta lo abatió porque iba armado con una metralleta y se dirigía hacia mi hogar. En otra ocasión secuestraron a una amiga mía porque pensaron que era yo, ya que había salido de la casa después de estudiar. Afortunadamente la liberaron ese mismo día en un sitio apartado de Bogotá”.
Aun así, mantuvo un estilo de vida austero, disciplinado y madrugador, “de jornadas que no tenían horario” y con fines de semana dedicados a la investigación de casos como el del Palacio de Justicia. Desde la Procuraduría, Jiménez Gómez abrió procesos pioneros contra miembros de la fuerza pública por violaciones a los derechos humanos, se opuso al uso de herbicidas como el paraquat sobre cultivos, y criticó duramente el tratado de extradición con Estados Unidos por lo que consideraba una cesión de soberanía judicial.

Casos emblemáticos
Entre la convulsionada época que debió afrontar desde la Procuraduría resalta el robo al Banco de la República en Pasto (1982), abrió procesos disciplinarios contra funcionarios de planta y contratistas implicados en el saqueo de lingotes de oro, un episodio que había sido minimizado en otras instancias del Estado. Hernando Llano recuerda que “Jiménez Gómez no se conformó con los informes oficiales” y ordenó investigaciones propias, inspecciones y requerimientos a las entidades bancarias y a la Superintendencia. Marta María complementa que su padre veía en ese caso “la prueba de fuego de una Procuraduría que no podía ser un notario del poder”.
La justicia ordinaria abrió procesos contra empleados del Banco de la República y particulares implicados en la sustracción de los lingotes de oro. La Procuraduría de Carlos Jiménez Gómez, por su parte, abrió procesos disciplinarios y produjo varios informes públicos. Se comprobó la complicidad de funcionarios internos y redes externas; se rastreó parte del oro hacia Ecuador y Panamá, y se reveló que no se trataba de un simple hurto sino de una operación organizada con apoyo de intermediarios privados. De acuerdo con los reportes oficiales de la época, solo una pequeña fracción del oro fue recuperada (se habla de menos del 10 %). La mayor parte nunca apareció y terminó en el mercado negro internacional.
Hubo capturas y condenas de algunos empleados del banco y de intermediarios, pero ningún “cerebro” de alto nivel fue sentenciado. “El proceso penal terminó fragmentado, con condenas menores, mientras que la Procuraduría quedó sola impulsando la dimensión disciplinaria. Eso fue algo que advirtió Carlos Jiménez que no debía suceder. Algo que se puede rescatar de esto es que demostró que incluso los sectores blindados del poder deben ser investigados”, sostiene Llano.

En medio de su mandato, Carlos Jiménez Gómez también intervino en la crisis política y administrativa del departamento de Caldas, un escándalo de contratos irregulares y manejos clientelistas que a comienzos de los ochenta desbordó los titulares regionales. Según Hernando Llano, la Procuraduría encontró que varios altos funcionarios de la Gobernación y contratistas privados habían conformado redes para apropiarse de recursos públicos y manipular licitaciones. Jiménez Gómez ordenó la apertura de procesos disciplinarios, desplazó investigadores a Manizales y realizó audiencias públicas para “romper la costumbre de los expedientes dormidos en Bogotá”.
Las acciones terminaron en suspensiones y destituciones de varios funcionarios departamentales (entre ellos secretarios de despacho y contratistas) y vinculó inicialmente a caciques regionales como Omar Yepes Alzate, Víctor Renán Barco y Luis Guillermo Giraldo Hurtado. El resultado global fue que, aunque algunas condenas penales avanzaron lentamente, otros fueron exonerados y otras condenas prescribieron. “Ese episodio mostró la independencia real de Jiménez Gómez y la capacidad de la Procuraduría para actuar en regiones donde tradicionalmente el control disciplinario era débil, y dejó un legado que no puede ser olvidado a posteriori y es: la Procuraduría no debe ser notario del poder”, manifiesta Llano.
Uno de los capítulos más controvertidos de la vida pública de Carlos Jiménez Gómez fueron las reuniones en Panamá, a mediados de los ochenta, en las que participaron emisarios del cartel de Medellín y del Gobierno nacional. Según Hernando Llano y la propia familia, Jiménez Gómez viajó como delegado del Estado “por orden del presidente Belisario Betancur”, junto al expresidente Alfonso López Michelsen, con el propósito de explorar salidas negociadas al narcotráfico y a la extradición. Aunque Betancur negó posteriormente haber autorizado ese acercamiento, la Procuraduría dejó constancia de su participación como gesto de buena fe y mediación institucional. Para Marta María, ese episodio muestra a su padre como un funcionario que “aceptó riesgos políticos y personales para intentar desactivar un problema que se estaba desbordando”, mientras que para Llano es la prueba de su “vocación de mediador y su coherencia con la idea de buscar salidas políticas al conflicto y no solo castigos penales”.
La toma del Palacio de Justicia
La mañana del 6 de noviembre de 1985 llegó al despacho de la Procuraduría cargada de rumores y llamados telefónicos urgentes. Marta María recuerda que su padre había salido muy temprano, como siempre, impecablemente vestido con su corbata azul oscuro, cuando empezó a circular la noticia: “Se metieron al Palacio de Justicia”. En su oficina, Hernando Llano lo vio levantar la vista del escritorio y preguntar con voz baja, casi para sí: “¿Qué está pasando allá adentro?”. La televisión mostraba humo; Carlos decidió encender la radio y allí se enteró de lo que ocurría: la guerrilla del M-19 se había tomado el Palacio de Justicia en la Plaza de Bolívar de Bogotá.

Minutos después, su secretaria abrió la puerta sin tocar, tenía la boca entreabierta, los ojos abiertos y estaba muy pálida, además tenía la respiración agitada como si hubiese corrido una maratón. “¡Doctor, están llamando de la Corte!”, el procurador levantó la vista con un gesto grave y tomó el teléfono con pulso firme.
Al otro lado de la línea, una voz conocida, entrecortada por el ruido de fondo y las detonaciones, suplicaba: “¡Doctor Jiménez, estamos atrapados!… esto es un infierno, necesitamos que intervenga, que nos ayude y nos salve”. Según Llano, fueron varias las llamadas de magistrados y auxiliares pidiendo mediación y rescate. Jiménez Gómez, con el teléfono en la mano, murmuraba frases tranquilizadoras: “Estamos aquí, vamos a hacer todo lo posible, vamos a insistir con el Gobierno”. Colgaba y de inmediato marcaba números del Ejecutivo y del Ejército.
Las horas siguientes se convirtieron en un vaivén de teléfonos, radios y papeles. “Necesitamos saber quiénes salen vivos, quiénes están heridos, quiénes desaparecen”, repetía el procurador, de pie junto a la ventana. Ordenó a su equipo de derechos humanos ir a hospitales, guarniciones militares y calabozos; insistió en que se levantaran listas y se guardaran copias. Hernando Llano recuerda que “respaldó todas las diligencias y nunca nos frenó”. Era su manera de oponer la memoria y la ley al silencio que ya empezaba a tejerse.
Marta María evoca en casa ese ambiente de tensión con escenas casi teatrales: un procurador con voz cansada pero firme diciendo mientras sus investigadores entraban y salían con carpetas llenas de declaraciones. En medio del caos, Jiménez Gómez se movía con paso corto, sin levantar la voz y con mirada cansada, intentando sostener con disciplina la única línea de defensa que quedaba: el registro, la denuncia, la presencia institucional allí donde todo ardía.
Últimos días
Tras entregar la Procuraduría en 1986, Carlos Jiménez Gómez se retiró de los reflectores políticos para dedicarse casi por completo a escribir y a su vida familiar. Marta María recuerda que “después de salir de la Procuraduría mi papá se refugió en la escritura, en su biblioteca y en sus caminatas diarias”, aunque seguía siendo consultado como jurista y conferencista. En esos años empezó a publicar sistemáticamente los documentos y memorias de su paso por la función pública, convencido de que“había que dejar testimonio” para la historia.
Entre 1986 y 2014 editó más de una decena de libros que trazan la evolución de su pensamiento y de su poesía. En 1986 publicó El Palacio de Justicia y el derecho de gentes y Una Procuraduría de Opinión; en 1987 Humor y Procuraduría y Los documentos del Procurador (tomo I-IV); en 1988 apareció Campesino en la ciudad y otros poemas, su primer libro de juventud; en 1997 Poeta del amor y de la guerra; en 1999 Testigo del diluvio; en 2005 Frente al espejo de nuestra transición con su pieza teatral Una comedia para dos; en 2009 Camino de la tragedia nacional con su versión de la entrevista de Panamá y del Palacio de Justicia; y en 2014 la monumental Gran Antología Poética, una selección de 300 poemas desde los sumerios hasta la actualidad. Elizabeth Jiménez señala que “sentimos que es uno de los mejores escritores que tuvo el siglo XX en Colombia” y que su obra es un “retrato de una época increíble” que aún debe ser redescubierta.

En paralelo a su escritura, Jiménez Gómez empezó a padecer problemas de salud que limitaron su movilidad y su visión, pero no su disciplina. “Hasta el final estuvo afeitado, perfumado, leyendo y escribiendo”, recuerda Jiménez Posada subrayando que siguió caminando y escribiendo incluso cuando la enfermedad le dificultaba ver. Consciente de que su biblioteca personal debía sobrevivirle, decidió donar gran parte al Instituto de Cultura de El Carmen de Viboral, su pueblo natal. Elizabeth Jiménez describe ese gesto como “un regalo para que crezca intelectualmente la comunidad y una forma de que su legado vuelva a la tierra donde nació”.
Carlos Jiménez Gómez murió el 16 de enero de 2021, en plena pandemia, a la edad de 90 años, rodeado de su familia.
El legado de Carlos Jiménez Gómez
Para Marta María Jiménez, hija del exprocurador, el legado de su padre es inseparable de su doble vocación. Ella insiste en que la Procuraduría que él encabezó fue “una Procuraduría de Opinión” abierta al ciudadano, que se atrevió a investigar poderosos y a documentar violaciones de derechos humanos cuando pocos lo hacían. A la vez, señala su faceta de intelectual y poeta, visible en la biblioteca personal que donó a El Carmen de Viboral y en su producción literaria, que para la familia es también un testimonio de país.
Aunque la biblioteca Carlos Jiménez Gómez, ubicada en la Casa de Cultura Sixto Arango Gallo de su municipio natal todavía no se encuentra en funcionamiento pleno, desde el Instituto de Cultura del municipio (entidad a cargo de la Casa de Cultura) informaron que esta puede ser visitada y se avanza en un proceso de clasificación para poder cumplir con un buen servicio así como proteger el patrimonio bibliográfico.
Hernando Llano, quien trabajó con él en la Procuraduría, lo define como “un humanista crítico, un demócrata integral en el horizonte del republicanismo absolutamente inclaudicable en la defensa del Estado de derecho y de los derechos humanos”. Recuerda que Jiménez Gómez respaldó sin titubeos investigaciones sobre el Palacio de Justicia, el robo al Banco de la República y la crisis política de Caldas, y que su estilo incomodó a las élites pero le ganó respeto ciudadano. Para Llano, su legado fue demostrar que la Procuraduría podía ser independiente y convertirse en memoria institucional de los abusos del poder.
Elizabeth Jiménez, representante del grupo Vigías del Patrimonio de El Carmen de Viboral, lamenta que “primero no tiene el reconocimiento que se merece” y que su obra aún no haya trascendido como debiera en el ámbito nacional. Desde su perspectiva, la literatura y la acción pública de Carlos Jiménez Gómez son un mismo gesto de cuidado: registrar, analizar y denunciar los cambios del país desde la óptica del ciudadano y del jurista sensible al arte.
Ese legado, sin embargo, no estuvo exento de controversias. En la web se recuerdan críticas a su enfrentamiento con el Ministerio de Defensa tras reconocer públicamente “la tortura y las desapariciones” en Colombia en 1986, su participación en las reuniones de Panamá con emisarios del cartel de Medellín y Alfonso López Michelsen —ordenadas por el presidente Betancur pero luego negadas por este—, y sus informes tempranos sobre estructuras paramilitares, por lo que lo han tildado en muchos casos como una persona interesada en adquirir protagonismo mediático.
Así, su figura se construye como la de un funcionario con estatura moral, un escritor prolífico y un humanista comprometido. Su legado combina ética pública, pensamiento crítico y amor por la cultura, elementos que hoy siguen esperando un homenaje y reconocimiento más amplio.
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