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Botero y Rionegro: una relación afianzada por siglos

  • Por: Carlos Andrés Zuluaga Marín

    @rionegro_historico

  • De la comuna de Pietrasanta, región de la Toscana, a la ciudad de Génova, región de Liguria, no hay más de 130 kilómetros de distancia. Ambas conectadas por las orillas del mar Mediterráneo.

    Una distancia y relación de estas dos poblaciones que con nuestro maestro Fernando Botero, se encuentran estrechamente ligadas a su existencia.

    El 14 de noviembre de 1715, zarpó desde el convoy del puerto de Cádiz el navío Santa Rosa, al servicio de Carmine Nicolau Caracciolo, príncipe genovés de Santo Buono, que por órdenes del rey Felipe V asumía como nuevo virrey del Perú. En ese mismo barco iba otro genovés, el artillero Giovanni Andrea Botero, quien también tenía como destino una nueva vida en el Perú.

    A causa de una grave enfermedad que acusaba, tuvo que desembarcar aquel joven en Cartagena de Indias. Finalmente, decidido a establecerse en este territorio que pocos años después sería el Virreinato de la Nueva Granada. Buscando un sitio donde pudiera prosperar, escuchó tal vez de algún comerciante en Cartagena recomendaciones certeras. Fue así como solicitó licencia para quedarse en el idílico valle de Rionegro.

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    El cuyabro Jaime Botero, uno de los más apasionados, sino el que más, por el origen de su apellido, describe:

    Supo de tierras lejanas donde el oro crepitaba, de montañas airosas retadoras, de ríos caudalosos, y de las condiciones para asociar y concretar nuevos propósitos

    Llegó hasta Rionegro, donde el artífice de una sociedad fluida y democrática, pendiente de los propietarios rurales, hizo que fijara allá su residencia que pronto convirtió en hogar

    Aquí se casó con la rionegrera Maria Antonia Mejía Somoano el 26 de junio de 1719. Ambos dispersaron el apellido por los territorios nuevos y más recónditos de la hoy Colombia.

    Surgían los Botero, nombre que se le daba al antiguo oficio de elaboración de toneles para almacenar el vino.

    Dos siglos después, en un humilde hogar del barrio Bostón de Medellín, luego de varios avatares generacionales, nació el “señalado” a ser uno de los más grandes artistas colombianos y universales del siglo XX. Hasta ese 1932, año de su belén, ya muchos Boteros atrás habían ostentado grandes riquezas y fortunas: próceres de la patria, industriales, empresarios y pintorescos artistas.

    Sin embargo, el niño Luis Fernando estuvo destinado a vivir su infancia desde la carencia material; la prematura muerte de su padre, la crisis económica de los 30, y la cruda realidad de una viuda ante los limitantes por su propia condición de mujer, ocuparon de dificultades a aquel prodigio. Pero de esos mismos inconvenientes surgiría el gran ser humano.

    Parte de su juventud estuvo estrechamente ligada a Rionegro y el Oriente antioqueño; además de haber estudiado en el Colegio San José de Marinilla, (expulsado al poco tiempo por declararse liberal), y terminar su bachillerato en Guarne, el valle de San Nicolás hizo parte de su gran inspiración. No sabremos del todo hasta qué punto aquel joven tenía conocimiento de su ascendente patriarca “italorionegrero” en ese momento de su vida.

    Sí quedó una anécdota entre otras de su amigo el escritor Manuel Mejía Vallejo, quien recordaba en alguna ocasión al artista en aquella época:

    “A Fernando Botero me gusta saberlo junto a su hermano en una finca de El Retiro, embolatarse con muchachas el fin de semana o visitando el barrio. Llevando al anca desde Rionegro una puta gorda, como pintada por él mismo, a esos caminos y esos puentes rurales, y esas mangas tan sin límites vedados.”

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    Sin pasar a más datos biográficos que por esta época de su muerte se encuentran en boga, y los podrán encontrar en muchos medios, quise presentar este texto a razón de la reflexión que siempre tuve cuando el maestro Botero decidió conseguir aquella finquita hermosa llamada La Carmela, en inmediaciones del Llanogrande. El descendiente de don Giovanni Andrea Botero, o Juan Andrés, luego de castellanizar su nombre, volvía a quedar a una corta distancia de la hacienda que habitó aquel aventurero italiano en El Tablazo.

    Porque si bien sabemos que los restos del artista reposarán por la eternidad en el cementerio de Pietrasanta, fue siempre su anhelo y el de su compañera Sophia Vari, pasar los últimos años de vida en Rionegro, dibujando, esculpiendo, caminando por los recovecos del valle, haciendo esas visitas furtivas a San Antonio de Pereira, para tomarse sus aguardientes y comer empanaditas de iglesia.

    Esa frase que sostuvo en alguna ocasión y la perpetuó como la solidez de sus bronces: “Que mi alma vaya a la tienda donde vendan aguardiente”.

    ¡Uno doble en homenaje a la eternidad de nuestro Maestro!

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