“Si el lenguaje es la casa del ser, como sostiene también Martin Heidegger, creo que uno de los ejercicios más nobles del ser humano es aspirar a tener la casa limpia”.
Por Juan Ramírez.
Hablar es tal vez una de las acciones que más realizamos a diario. Quizás no lo sea tanto para quienes padecen la necesidad de guardar silencio durante el día por los trabajos en los que se desempeñan, y, aun así, en el infinito mundo del cerebro revolotean palabras que no necesariamente se verbalizan.
¿Qué hay más allá del mero acto de compartir palabras? ¿Existe realmente un ejercicio de comunicación o es simplemente una forma de distraernos y pasar las horas que habitamos? ¿Hay una intención más trascendental que el mero acto comunicativo?
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Si nos reducimos a conceptualizar esto como la traducción del pensamiento en palabras para transmitir un mensaje y donde no hay una finalidad más allá del ámbito práctico, podríamos decir que los seres humanos, aun con los errores, tienen una buena comunicación. Ahora bien, si acordamos que hablar va más allá de la interacción funcional del lenguaje, es oportuno mirar de nuevo la forma como hablamos.
Desde la antigüedad ha sido esto un tema de reflexión. En el diálogo del Crátilo, Platón se pregunta si los nombres de las cosas se dan por naturaleza o por convención, acordando que hay una relación intrínseca entre el nombre y la esencia de lo nombrado. Si bien no es posible alcanzar un lenguaje perfecto que imite la realidad, hablar debe ser un medio para nombrar y conocer la existencia: “los sabios hablan porque tienen algo que decir; los tontos porque tienen que decir algo”.
En el siglo XX, Martin Heidegger, en su obra Ser y Tiempo, utiliza el concepto de las “habladurías” para referirse a la forma en que los seres humanos han caído en la inautenticidad. Con esto, Heidegger buscó señalar la manera en que hablamos mientras repetimos opiniones y conocimientos que se han escuchado, pero de los cuales no tenemos una comprensión genuina. Dicho de otra forma: vivimos en un mundo que está al alcance de todos, y en el que “todo el mundo” puede hablar de cualquier cosa sin una base real de conocimiento o experiencia.
Esto se deja ver no solo en la manera apresurada que tenemos los seres humanos para sacar conclusiones sobre algo, sino también en la banalidad de conversaciones que en su mayoría nos habitan a diario. El clima, por ejemplo, es uno de los temas de diálogo preferidos para decir cualquier cosa cuando no se tiene más que decir: Expresiones como “Estos climas están locos” o “qué llovedera tan berraca” son esenciales en nuestra cotidianidad. O que si ya nos vimos la última serie de Netflix y que “el tráfico en la ciudad está insoportable”. Basta con que alguien pregunte por la edad de tu hijo para intuir la reacción que va a tener cuando le respondas: “¡Ah, como está de grande!”
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No quiero con esto romantizar de una forma innecesaria el lenguaje, pero sí creo que, aun cuando “hablamos sandeces”, debemos habitar la noción de un discurso sólido frente a lo que se sostiene, pues si el lenguaje es la casa del ser, como sostiene también Martin Heidegger, creo que uno de los ejercicios más nobles del ser humano es aspirar a tener la casa limpia.
No se trata de un acto moral, es cuestión de sentido. Esto lo vemos de una forma más clara en el libro El poder de las palabras de Mariano Sigman. Allí, el autor sostiene que las conversaciones tanto internas como externas son una herramienta fundamental para moldear nuestro cerebro y transformar nuestras emociones. Si somos conscientes de esto, podemos mejorar nuestra toma de decisiones y el control sobre nuestra vida. En otras palabras: nuestra mente es mucho más maleable de lo que creemos, y podemos modificar creencias arraigadas a través del lenguaje y la interacción.
He aquí el punto crucial de esto: nos convertimos en lo que hablamos. Bien lo expresó Humberto Maturana cuando se refirió al lenguaje como un modo de vivir y conformar la realidad. Los seres humanos configuramos el mundo en que vivimos a medida que lo “lenguajeamos”, y de esta forma alumbramos nuestro propio mundo, entrelazando las emociones y el lenguaje.
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