“Los padres a veces pecamos de ridículos: creemos que todo el mundo se conmueve igual que nosotros con las frases de nuestros hijos, con sus ocurrencias, con su risa”.
Por Juan Ramírez.
Querido hijo:
Te escribo esto luego de leer juntos los cuentos antes de ir a dormir. Contemplo tu rostro por un instante, mientras nuestras historias compartidas me llevan a un tiempo lejano. ¿Recuerdas el primer cuento que leímos juntos? ¿La vez que sin querer rasgaste un libro de Oliver Jeffers y el que luego arreglamos como si fuéramos dos pequeños cirujanos? No fui consciente en ese instante, pero ese simple gesto de curar los libros después de hacerles daño —aunque sin querer— te llevó a amarlos tanto que, hoy en día, es imposible pensarnos sin una historia antes de dormir. Como la vez que fuimos a avistar ballenas y en la noche no querías dormir porque se nos había olvidado llevar libros para leer en la cama. Ahí fui yo quien aprendió la lección: nunca se debe salir de casa sin un par de libros para ti.
Fue también cerca de ese tiempo cuando aprendiste a leer. Habíamos acabado de regresar del Pacífico y por ese entonces tu libro preferido era el de los animales del mar. Seguramente todos los padres tienen una historia distinta que contar sobre este proceso de aprendizaje. Para algunos, quizás, es solo otro paso en la vida. Para mí, fue algo mucho más profundo: una experiencia religiosa. Seguías con tu dedo índice cada una de las letras de las palabras que te leía y empezaste a unirlas como si intuyeras el sonido que se producía al estar juntas. Hasta ese momento no había podido entender lo que muchos llaman la manifestación de lo sagrado en el mundo profano. Sin duda, verte leer de manera autónoma fue para mí una de estas expresiones.
He aprendido tanto contigo de los libros como del juego, y es cierto que, al habitar el terreno de la imaginación y la libertad, no siempre sabemos dónde termina lo uno y empieza el otro. Como las veces en que terminamos de leer el libro de las historias más bellas de la mitología griega y pasamos a jugar a que tú eras Aquiles y yo Héctor y luego tú eras Héctor y yo Aquiles. Siendo esto suficiente para dar paso a la conversación sobre temas que van desde la necesidad de abogar siempre por la justicia hasta la irracionalidad de la guerra. Es cierto que el juego y la literatura no son lo mismo, pero se asemejan a lo que ocurre con la ficción y la realidad: aunque distintas, a menudo se confunden.
A esto me refiero cuando te expreso que he aprendido más contigo sobre distintos temas de la vida mientras jugamos, que lo que quizás pudiese aprender en otros territorios calificados de más serios. No quiero decirte con esto que el juego debe tener una misión moral, ni mucho menos alguna finalidad práctica. Como esas intenciones ridículas que algunos padres tienen de buscar juegos que les enseñen a los niños sobre finanzas o cartas para hablar de valores. No, ese nunca seré yo. Prefiero siempre el conocimiento que surge del mero acto espontáneo de jugar sin esperar recompensa alguna. Para mí, es el único digno de ser jugado.
Te he contado lo que produces en mí y lo maravilloso que es compartir la vida juntos. Sin embargo, debo ser sincero en algo: soy feliz contigo, pero también estoy convencido de que, sin ti, igualmente sería feliz. Mucho menos creo que hayas llegado para sanar algo de mi vida. Perdón por decirte esto así, pero no creo que los hijos tengan la misión de llegar a este mundo para curar los traumas y complejos de sus padres, suficiente se tiene con nacer como para llegar con una función de base. Estoy seguro de que la vida sin hijos también es bella, aunque tampoco tanto como para pensar que “La egolatría de nuestra especie causa tantos hijos innecesarios como la pobreza”, como escribió en alguna ocasión Margarita Rosa de Francisco; ni mucho menos hasta creer que debemos “perdonar a nuestra madre por habernos parido”, como escribió la misma autora parafraseando a quién sabe quién. Simplemente creo que una vida sin hijos tiene el mismo valor que la que puede traer una existencia rodeada de ellos.
No me juzgues por escribirte esta carta en público, cuando debió ser solo para ti. Los padres a veces pecamos de ridículos: creemos que todo el mundo se conmueve igual que nosotros con las frases de nuestros hijos, con sus ocurrencias, con su risa. Sin embargo, eso también nos hermana: todos los padres, creo, sentimos que nuestros hijos son los más lindos, los más sabios, los más divertidos.
Y en mi caso, hijo, no lo creo. Lo sé.
La paternidad se ejerce desde la particularidad, pero todo padre, como toda madre, es fundamental para la sociedad, en tanto que su acompañamiento y palabra para sus hijos son guías. Desde MiOriente extendemos un saludo fraternal en este Día del Padre.
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