Por Daniel Santa I.
–Piénselo dos veces, hijita –le susurró en rebosada calma el Cardenal Benjamín Ledesma–. La suya es una intención noble, no cabe duda; pero considere a sus hijos. La vida se ha vuelto difícil, usted lo sabe. Estoy seguro que Dios la entenderá.
La recámara 32 del Hospital de la Visitación vibraba en la luz intermitente de una vieja lámpara de noche. Eran las siete menos cuarto. Benjamín Ledesma lo supo en el momento en que acercó su oído a la boca quebradiza de Julia Quiroga para escuchar la respuesta, y observó, al ras de las sábanas, el antiguo reloj de pulsera oprimiéndole la muñeca. Los hermanos Quiroga, que hacía veinte años habían suprimido de sus nombres el funesto apellido de su padre ante el despacho del Registrador de San Bartolomé, estaban de pie frente a la camilla donde se estaba muriendo, a puertas de los 83 años y con tanta vanidad como nunca, su venerable madre. Solo Santiago, el más simpático de los cinco, no había conseguido llegar a ese pueblo olvidado entre montañas, porque los vientos de 200 kilómetros del Huracán Gilbert lo tenían varado desde hacía dos días en el Aeropuerto Internacional Owen Roberts de las Islas Caimán.
Era el invierno más crudo de los últimos años. Los vientos del Norte habían modificado el tibio temporal del Caribe y cubierto con nubes de piedra la cumbre de los páramos del centro del país. Una lluvia vertical había descendido sobre la tierra y puesto a bailar en círculos las copas de los árboles en un zigzag de sombras que aruñaban la tétrica fachada del Hospital de la Visitación. Adentro, en la estancia donde Julia Quiroga se aferraba con las uñas a su larga vida de mujer colosal, bullía en cambio un sopor blando con el olor doméstico de la muerte.
–Al parecer no quiere retractarse –señaló en voz alta, se acomodó el alzacuellos, enrolló en su mano izquierda el escapulario Benjamín Ledesma–. No sé de qué otro modo ayudarles, caballeros. Ni mi capacidad de persuasión ni mi autoridad sacerdotal han tenido éxito.
Los ojos desabridos de los cuatro hermanos se posaron sobre el rostro del Cardenal. Segundos después, en el negro mutismo de la habitación, se miraron mutuamente como en busca de una respuesta, de un hecho resolutivo, de un chispazo de ingenio que les diera la clave para romper esa coraza impenetrable en que se había convertido la voluntad de Julia Quiroga.
–La amamos, Cardenal –alzó los hombros, endureció el rostro, sintió nostalgia Ernesto Quiroga–. Eso a usted le consta. Es la mujer más noble sobre la tierra, tanto que ya puede ver de lo que es capaz. Pero, ¿qué tipo de ocurrencia es esta? Dígame, ¿avala usted semejante locura?
–¡No la avalo! –objetó Benjamín Ledesma–. Pero tampoco puedo desaprobarla. Es un asunto relativo a la conciencia individual, la de su madre quiero decir, e intentar violar ese derecho natural que Dios nos ha dado sería, más que indigno, cruel. Casi un pecado diría yo.
Un brevísimo hilo de aire se filtró por la rendija de la única ventana de la recámara, rozó la frente mancillada de Julia Quiroga e iluminó el espacio con un olor a tierra fresca. Ella inclinó la cabeza para mirar sobre su cuerpo vidrioso y vio las siluetas sin forma, a contraluz, confundidas en el aura amarilla de la lámpara de noche. A ellos les pareció que gozaba de la lucidez de siempre, de ese encanto de señora antigua, de esa cándida mezcla de madurez e inteligencia con que había resuelto los embrollos más tenaces del pasado, y sin embargo no lograban comprender el giro intempestivo de su voluntad.
–¡Mírame, mamá! –inclinó su cuerpo, abrió los ojos, vocalizó Ernesto–. Vas a matarnos de un infarto. ¿En verdad firmaste este testamento? ¿Qué no sientes lástima por nosotros, tus hijos de siempre? –volvió a punzarlo la nostalgia, detuvo el llanto–. ¡Y tú, canalla! ¿Te parece gracioso? –empuñó su mano, la batió en el aire contra el Notario Municipal que se hallaba petrificado en un rincón de la recámara–.
Julia Quiroga gruñó para sus adentros. La pétrea solidez de su determinación no era otra cosa que el fruto de la confianza desmedida que había depositado en los misterios capitales de la fe cristiana desde los años más remotos de la infancia. Había crecido rodeada de altares y veladoras en la casa de Amaranta Castillo, su abuela paterna, rezando por las almas de los vecinos que nunca dejaban de morirse, coreando hasta el hastío las plegarias de pergamino de su oratorio personal, y oyendo tantas misas en latín en la Capilla de la Asunción que acabó por aprendérselas de memoria. Fue tal la fuerza de su servicio, que los once párrocos que habían conducido los rumbos de la Iglesia de San Bartolomé nunca dejaron de fiarse en su impecable juicio para el manejo de las ofrendas, los fondos ministeriales y hasta los pormenores de carnaval de las Fiestas del Corpus Christi. Era, en todo el sentido de la palabra, una laica cabal.
Los hermanos Quiroga nunca reprocharon la diligencia congénita de su madre en la administración de la fe local. Por el contrario, se alegraban de verla impulsada por ese ánimo juvenil colgando edictos papales en la entrada del Teatro Municipal, anunciando los horarios del Rosario de Aurora, decorando de guirnaldas el templo parroquial y leyendo los salmos en las misas de seis de la madrugada. Pensaban que al fin de cuentas su madre estaba viviendo los años más esplendorosos de su vida después de enterrar en el pasado un matrimonio nefasto que le había costado cuatro décadas de brutales humillaciones. El tiempo se había encargado de convertir el infortunio de su desamor en un recuerdo vano incapaz de arrebatarle la alegría a un alma tan afable como la suya.
Tras veintiocho años de trabajo tenaz en el negocio de artículos religiosos, Julia Quiroga se había hecho, con la ayuda devota de sus hijos, a una fortuna suficientemente robusta que le permitía gastarse el tiempo saciando los antojos de la vejez sin remordimientos de ningún tipo. A veces, en los atardeceres de verano, se sentaba en la mansarda de la Casa Cural a saborear las tartas de mora con leche que preparaba en compañía de Romelia Sandoval, una beata de medio siglo que nunca probó las mieles del amor y cuyo único anhelo en la vida era esperar la muerte sin que nadie violara la religiosa inocencia de su cuerpo. Cuando era frío el temporal, preferían jugar parqués envueltas en cobijas de algodón y en un fandango de carcajadas que sin embargo no lograban opacar del todo los golpes de los dados contra el cristal. Pero había días distintos en que Julia Quiroga se levantaba a las diez de la mañana con ganas de “nadie me joda”, o como quien dice, desengañada de la vida, y se echaba en su poltrona de cuero como un animal enfermo a masticar hostias sin consagrar y a llorar al frente de su televisor de perilla Hitachi de catorce pulgadas al ritmo de las novelas asiáticas que los actores del elenco nacional gozaban doblando al español.
Y así fueron sus años finales; un festín sin lindes de placidez. Así discurrieron hasta el nefasto domingo de septiembre en que el doctor William Márquez confirmó la sospecha de los hermanos Quiroga sobre sus recientes quebrantos de salud. Un agresivo cáncer de mama, cuyos síntomas le habían arruinado los tres últimos meses de sueño, se había expandido silenciosamente por su cuerpo hasta que hizo metástasis en los pulmones y los huesos. Tales eran los estragos del carcoma que el doctor Márquez ni siquiera pensó en iniciar un tratamiento curativo, sino que se resignó a aplicarle a diario una dosis creciente de morfina para que pudiera soportar el dolor. Meses más tarde, Julia Quiroga se hallaba en la recámara 32 del Hospital de la Visitación prorrogando con férrea dignidad el día ineludible de su muerte. Sus hijos, que a la vista del mundo eran, más que legítimos, dignos herederos de la fortuna, ya se habían hecho a la idea de su partida, y podría decirse que tuvieron el ánimo y el tiempo de despedirse con sucesivos gestos de cariño. Al fin de cuentas, tenían las conciencias limpias; sabían que nunca, ni en los tiempos más tenaces del pasado, habían dejado que se rompiera esa suerte de apego fraternal que los mantuvo siempre unidos y que ella supo agradecer con las dulces palabras de amor de una mujer curtida por el dolor y la esperanza.
Ya la noche había avanzado con pasos de gigante en el pueblo de San Bartolomé. El Cardenal Benjamín Ledesma, a quien Ernesto había acudido en un recurso desesperado, había agotado su arsenal retórico tratando de convencer a Julia Quiroga de anular, o en su defecto modificar, el célebre testamento. Pero nadie supo persuadirla. En aquella habitación donde la luz seguía temblequeando sobre los rostros rubios, los hermanos Quiroga se preguntaban cómo su madre había logrado firmar, solo en presencia del Notario Municipal y sin que nadie se diera cuenta, un testamento cuyas cláusulas bordeaban las márgenes de la locura. Y ahí estaba ella, viva apenas; cabeza calva, ojos sumergidos y una mueca a la vez de júbilo y tormento. Bastaba una orden suya, un simple guiño de su voz para avalar la intervención del Notario y así restituirle a sus hijos, de una vez y para siempre, la jugosa lista de bienes por los que también ellos tanto se habían sacrificado. Entonces, cuando Benjamín Ledesma, dado por vencido, quiso despedirse de los hermanos Quiroga, el eco de un estruendo desde el pasillo rompió el silencio de la habitación.
–¡Qué rayos pasa! –miró aterrado hacia la puerta, frunció las cejas Ernesto–.
Segundos después, dando portazos, alguien irrumpió en la habitación. Ernesto creyó reconocer en la silueta negra una figura familiar a sus ojos… sí, era él, su hermano Santiago Quiroga, su cuasi amigo de la infancia que había llegado, Dios sabe por qué medios, al lejano pueblo de San Bartolomé para ver a su madre viva aunque fuera una vez más.
–¡Mamá! –aulló desde la distancia–. ¡No te mueras, mamá!
Santiago se lanzó sollozando sobre la camilla. Ella lo miró con ojos profundos, mudos, tiernos, y luego rindió su cabeza, y sus manos, y sus fuerzas a la gravedad insufrible de la muerte.
–¡No! –gritó Ernesto–. ¡El testamento, el maldito testamento!
Al fondo, el Notario validaba con su rúbrica la voluntad última, el deseo póstumo, la magnánima ofrenda que Julia Quiroga le había dejado a las benditas almas del purgatorio.