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Una huella de por vida

  • No olvidaré cómo fue dejar mis recuerdos, casa y tierra, a cambio de nuestras vidas. Personas que injustamente estaban muertas, pues la guerra nos estaba volviendo zombis de nuestras lágrimas.


    Mi nombre es Martha Castro, nací en el municipio de Granada, pero me crié en el corregimiento de Santa Ana a tres horas del casco urbano.

  • En Santa Ana pasé toda mi infancia, subiéndome a los árboles para coger las mejores guayabas... recuerdo que jugaba en el atrio del parque con mis amigas, hoy, no sé dónde están unas, pues se marcharon del lugar hace un tiempo y otras ya están muertas. De mi vida puedo decir que me enamoré y me casé, fruto del matrimonio tuve dos hijos, los cuales tienen 22 y 18 años en la actualidad.
    Amo este corregimiento a pesar del maltrato que ha sufrido a causa de la violencia. La guerrilla dejó muchas huellas de dolor en muchas familias de este lugar.

    Desde pequeña escuché hablar de la guerrilla, salía al parque y veía gente uniformada de verde con armas muy grandes. Ahí empecé a reconocerlos, lo que siempre recordaré es que hombres, mujeres, niños y niñas hacían parte del grupo armado.

    La guerra fue lo más feo que pudo haber, pues en Santa Ana mataban a cada rato y mi miedo era saber que de pronto los que seguían eran mi familia y yo. No conocía calidad de vida, todos los días al levantarse una mañana sabías que tu destino era esconderte, pues las balas no tenían rumbo, y podían cobrar la sangre de nosotros que éramos inocentes.

    Eventualmente, torturaban a muchas personas conocidas. Si nos veían hablar con un soldado, la guerrilla nos lo cobraba, y si nos veían hablar con un guerrillero el ejército nos mataba, pues pensaban que éramos de ellos también. Era una deuda que no era de nosotros, pero que la violencia nos la estaba haciendo pagar. Lo más prudente era quedarse en casa encerrados como animales.

     

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    Huyendo de las armas

    Al ver tantas injusticias, lo mejor era irse de Santa Ana. Yo no podía dormir, pues el estrés de esta guerra me estaba matando lenta y dolorosamente. Un domingo del 2005 decidimos salir para Granada, en busca de más seguridad para los cuatro.

    No olvidaré cómo fue dejar mis recuerdos, casa y tierra, a cambio de nuestras vidas. Personas que injustamente estaban muertas, pues la guerra nos estaba volviendo zombis de nuestras lágrimas. Por ejemplo, al hermano de mi esposo, de 25 años, un muchacho trabajador y amable el cual todos lo queríamos también lo mataron. A él nunca le tembló la lengua para decir lo que sentía frente a la guerrilla. Un día, lo inyectaron para hacer pasar la muerte por un infarto. Fue dolorosa su partida.

    El pueblo cada vez estaba más solo. Muchas personas se escapaban llevándose solamente lo que tenían puesto. Casi todos nos íbamos de noche, disfrazados y caminando hasta Granada. Tan grande fue la violencia, que un 24 de diciembre, dos personas, mamá e hijo, pasaron la noche solos en el pueblo.

    La guerrilla al ver las casas deshabitadas, las llenaba de minas. Víctimas de ellos fueron los que vivían al frente de mi casa: murieron a causa de una explosión. Una de las niñas iba a ser la primera comunión y fueron a Granada a bañarla y peinarla, al regresar no sabía que la casa estaba minada. Todos murieron.

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    De regreso

    Santa Ana no volverá a ser lo que era antes. Duramos un año en Granada, la verdad el pueblo no era para nosotros. Cuando volvimos, todo estaba caído y lleno de rastrojo. Las cuerdas de la luz estaban en el piso, había muy pocos niños en el colegio. Las paredes de las viviendas se encontraban rayadas, pero podía más el miedo de entrar a nuestra casa.
    Hace algunos años esto ha ido mejorando, ya no corre tanta sangre. Sin embargo, nunca dejará de correr la marca que dejaron en nosotros las balas. Porque son muchos los niños que quedaron huérfanos, muchas personas sin extremidades y muchas familias sin casas. Una cosa es contar la historia y otra muy distinta vivirla, porque apenas las secuelas se están recogiendo.

     

    Por: Ana Correa

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