Fernando González Ochoa es considerado el más original de los filósofos colombianos y uno de los más vitales, polémicos y controvertidos escritores de su época. Se enfrentó a la mentira colombiana y sus contemporáneos no le perdonaron la franqueza con que habló. Por eso fue rechazado y olvidado. Sin embargo, su verdad, que golpea y azota en sus libros, está aún tan viva que ha cobrado vigencia con los años.
Fue un espíritu rebelde y pugnaz, pero al mismo tiempo hondamente amador de la vida y de la realidad colombiana que fustigó. Logró forjar un pensamiento filosófico a partir de nuestra idiosincrasia, utilizando un lenguaje tan propio de nuestro pueblo que le valió ser calificado como “mal hablado”.
Fue un maestro de escuela quien escandalizó y al mismo tiempo abrió derroteros hacia la autenticidad. Lo condenaron por ateo y, no obstante, fue un místico. Escribió en una prosa limpia e innovadora, pero “para lectores lejanos”. Se proclamó maestro, pero, según sus mismas palabras, no buscaba crear discípulos, sino solitarios. Su obra es siempre nueva, fresca y conturbadora. Y su vida fue un viaje de la rebeldía al éxtasis.
Nació el 24 de abril de 1895 en Envigado, Antioquia, y vivió intensos 69 años. Desde niño su espíritu original y rebelde se manifestó con ímpetu y le llevó a “vivir a la enemiga”, no solo con adultos, sino también con personas de su edad. Sobre su infancia, él mismo nos dice que ”era blanco, paliducho, lombriciento, silencioso, solitario. Con frecuencia me quedaba por ahí parado en los rincones, suspenso, quieto. Fácilmente me airaba, y me revolcaba en el caño cada vez que peleaba con los de mi casa”.
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Hizo sus estudios de primaria en una escuela religiosa, y luego estudió hasta quinto de bachillerato como interno en el Colegio de San Ignacio de Loyola, dirigido por los padres jesuitas, año del cual fue expulsado por sus precoces y excesivas lecturas, por transmitir sus inquietudes filosóficas a sus compañeros y por su desatención a las estrictas normas religiosas (como por ejemplo la inasistencia al tercer día de retiros espirituales, o por abstenerse de comulgar el día de la Asunción), según se desprende del informe que enviara el rector del colegio a don Daniel González, padre del muchacho.
La versión del protagonista de este acontecimiento es también sugestiva e interesante: en Los negroides relata algo de su diálogo con el padre Quirós, profesor de filosofía: “Soy el predicador de la personalidad; por eso, necesario a Suramérica. Dios me salvó, pues lo primero que hice fue negarlo, donde los Reverendos Padres. Tan bueno es Dios, que me salvó, inspirándome que lo negara. Luego le negué todo al Padre Quirós. ¡El primer principio! Negué el primer principio filosófico, y el padre me dijo: ‘Niegue a Dios; pero el primer principio tiene que aceptarlo, o lo echamos del colegio’. Yo negué a Dios y el primer principio, y desde ese día siento a Dios y me estoy librando de lo que han vivido los hombres. Desde entonces me encontré a mí mismo, el método emotivo, la teoría de la personalidad: cada uno viva su experiencia y consuma sus instintos. La verdadera obra está en vivir nuestra vida, en manifestarnos, en auto-expresarnos”.
Gracias a esta expulsión —su marginamiento del mundo académico duraría tres años— surgió su primera obra: Pensamientos de un viejo, que saldría a la luz pública en 1916, presagiando ya lo mucho que tendría por decir en años posteriores.
En 1917 se graduó como bachiller en filosofía y letras de la Universidad de Antioquia, y en 1919 la misma institución le otorgó el título de abogado. Allí validó un buen número de materias gracias a sus excepcionales dotes. Su tesis de grado “El derecho a no obedecer” fue censurada por las autoridades universitarias, que lo obligaron a realizarle algunos cambios, y en consecuencia la tituló simplemente “Una tesis”. Su actividad como abogado la ejerció esporádicamente como complemento a su intensa labor de escritor.
En 1922 contrajo matrimonio con Margarita Restrepo Gaviria, mencionada a menudo en sus libros como Berenguela, en quien encontró no solo una gran compañera sino una lectora sensible e inteligente. Cuando salió la primera edición de Viaje a pie, escribió para ella: “A veces creo que no eres mi cónyuge, sino mis alas”. Margarita era hija de Carlos E. Restrepo, expresidente de la República de Colombia, quien con el tiempo se convertiría en buen amigo y confidente de Fernando González. De esta unión hubo cinco hijos, cuatro hombres y una mujer: Álvaro, Ramiro, Pilar, Fernando y Simón.
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Se desempeñó como magistrado del Tribunal Superior de Manizales, juez segundo del Circuito de Medellín, asesor jurídico de la Junta de Valorización de Medellín y cónsul de Colombia en las ciudades europeas de Génova, Marsella, Bilbao y Róterdam.
La producción literaria e intelectual de Fernando González fue abundante, particularmente entre 1929 (Viaje a pie) y 1941 (El maestro de escuela). Durante estos años escribiría la mayoría de sus obras: Mi Simón Bolívar (1930), Don Mirócletes (1932), El Hermafrodita dormido (1933), Mi Compadre (1934). Salomé, concebida y registrada en sus apuntes de esos años, aunque solo vería la luz pública en 1984, contenía las ideas madre de una de sus mejores obras: El remordimiento, publicada en 1935. Otras obras de esa época fueron Cartas a Estanislao (1935), Los negroides (1936) y Santander (1940).
Desde mediados de la década del 40, la vida de Fernando González entra en una etapa de receso como escritor y vive una mayor introspección, gracias a lo cual en los últimos años de su vida sorprende con nuevas obras: Libro de los viajes o de las presencias (1959) y La tragicomedia del padre Elías y Martina la velera (1962). A todo esto se suma la producción intelectual de su correspondencia, entre ella la sostenida con su suegro Carlos E. Restrepo, el sacerdote catalán Andrés Ripol, el jesuita Antonio Restrepo y su hijo Simón, así como la actividad en su revista Antioquia, de la cual entre 1936 y 1945 editó 17 números.
Su obra es polémica, original, prolífera y multifacética. Recibió el elogio y la admiración de importantes escritores como Gabriela Mistral, Azorín, Miguel de Unamuno y José María Velasco Ibarra, entre otros. Se dice que en 1955 el filósofo francés Jean Paul Sartre y el estadounidense Thornton Wilder incluyeron su nombre en una lista de candidatos al premio Nobel de Literatura, pero esto no está comprobado.
La escritora chilena Gabriela Mistral, primer premio Nobel de Literatura en Latinoamérica (1945), con quien sostuvo correspondencia, dijo alguna vez:
Los libros de Fernando me sacuden hondamente. Hay en él una riqueza tan viva, un fermento tan prodigioso, que ello me recuerda la irrupción de los almácigos en humus negro. ¡Es muy lindo estar tan vivo!
Y Ernesto Cardenal, poeta nicaragüense, dice:
¿Quién es Fernando González? Es un escritor inclasificable: místico, novelista, filósofo, poeta, ensayista, humorista, teólogo, anarquista, malhablado, beato y a la vez irreverente, sensual y casto… ¿Qué más? Un escritor originalísimo, como no hay otro en América Latina ni en ninguna otra parte que yo sepa
Como punto final a esta breve biografía, valga mencionar su célebre Otraparte, hoy convertida en casa museo. Como hecho coincidencial, el tatarabuelo materno de Fernando González, Lucas de Ochoa, había sido propietario de ese terreno, que tuvo distintos dueños hasta 1937, cuando el escritor lo adquirió. Allí construyó una bella casa, de estilo colonial, con la ayuda del arquitecto Carlos Obregón, el ingeniero Félix Mejía Arango (Pepe Mexía) y el connotado pintor e ingeniero Pedro Nel Gómez. En el libro Fernando González, filósofo de la autenticidad, Javier Henao Hidrón relata:
En los últimos años de la vida de Fernando González, Otraparte se convirtió en un lugar casi mítico. El nombre se hizo popular, y solía ser pronunciado con admiración y respeto. Al maestro empezaron a llamarlo, unos ‘El mago de Otraparte’ y otros ‘El brujo de Otraparte’. Con frecuencia era visitado por jóvenes e intelectuales ansiosos de conocerlo.
Entre estos personajes figuran autores como Manuel Mejía Vallejo, Carlos Castro Saavedra y Gonzalo Arango.
Sin embargo, lo importante para encontrarse con Fernando González no es oír hablar de él, sino hundirse en la lectura de sus obras. Para quien se acerque desprevenidamente, esa lectura será un descubrimiento. Ahí, en sus libros, hay que abrevar para encontrar un mensaje de salvadora rebeldía, de autenticidad, de vitalidad, de emoción ante la vida, de búsqueda incansable de la verdad, de sinceramiento ante uno mismo, ante los demás, ante Dios. Porque Fernando González, del que siempre se ha presentado un estereotipo de irreligioso y ateo, de pensador asistemático y contradictorio, de iconoclasta empedernido, fue un místico que viajó a la intimidad con fervor, que plasmó una filosofía con un hilo conductor desde el principio hasta el fin, un forjador de idearios para nuevas juventudes, más allá de su tiempo, más allá de él mismo. Esa fue su labor de “maestro de escuela” en una Colombia que no lo comprendió pero que ahora empieza a redescubrirlo.
Murió el 16 de febrero de 1964, legando un pensamiento que está siendo redescubierto por otros pensadores, críticos, pero en especial por jóvenes que andan en búsqueda de la verdad, que para el llamado brujo de Otraparte se encuentra condensada en las frases: “¡Cuán propia es esta vida moderna, rápida, difícil y varia, para perder toda fe, para ir por la vida como madero agua abajo! El fin de la vida es adquirir capacidad para morir alegremente”.