Han pasado cuatro décadas desde aquella noche del 13 de noviembre de 1985, cuando el país descubrió que la falta de prevención puede ser tan letal como una erupción volcánica. El Nevado del Ruiz, tras meses de advertencias ignoradas, liberó una avalancha que arrasó al municipio de Armero (Tolima) y dejó más de 25 000 víctimas.
A las 11:30 p. m., mientras la mayoría de sus habitantes dormían, una corriente de lodo y escombros descendió a gran velocidad desde el cráter cubierto de hielo. En menos de un minuto, Armero desapareció del mapa. Las imágenes de aquel desastre estremecieron al mundo y pusieron a Colombia frente a su vulnerabilidad más profunda: la desatención institucional y la falta de gestión del riesgo.
Advertencias que no fueron escuchadas
Durante varios meses antes de la tragedia, geólogos y vulcanólogos nacionales e internacionales habían insistido en la necesidad de evacuar la zona. Los informes existieron, las alertas se emitieron, pero las decisiones no llegaron.
El desastre, por tanto, no solo fue natural, sino político. La ausencia de reacción oportuna y la desconfianza en la ciencia marcaron el inicio de un debate nacional que transformó la manera en que el país entiende los desastres.
“Lo que pasó en Armero no fue un accidente, fue una consecuencia”, diría años después una de las sobrevivientes, al recordar cómo el ruido del lodo la despertó segundos antes de que su casa se derrumbara.
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Del dolor a la legislación: un país que aprendió con pérdidas
Tuvieron que pasar casi tres décadas para que Colombia consolidara una política integral de gestión del riesgo. En 2012, con la creación del Sistema Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (SNGRD), el país comenzó a estructurar un modelo de prevención y respuesta basado en el monitoreo constante, la planificación territorial y la educación comunitaria.
Hoy existen redes de vigilancia activa en 25 volcanes, simulacros periódicos y programas escolares sobre desastres naturales. Sin embargo, los expertos coinciden en que la infraestructura institucional sigue siendo débil frente a la magnitud de las amenazas.
Para la vulcanóloga Martha Calvache, la gestión del riesgo no se reduce a reaccionar ante emergencias: “Es, sobre todo, una cuestión de conocimiento del territorio. Si ignoramos su potencial y sus límites, estamos condenados a repetir la historia”.

Las leyes de la memoria
En el ámbito legislativo, el país ha intentado mantener viva la memoria de Armero. La Ley 1632 de 2013 reconoció al Parque Nacional Temático Jardín de la Vida como patrimonio cultural, mientras que la Ley 2505 de 2025 declaró el antiguo territorio del municipio como Bien de Interés Cultural de la Nación.
El senador Guido Echeverry, autor de esta última norma, sostiene que estas iniciativas no solo buscan rendir homenaje a las víctimas, sino rescatar un territorio que no puede seguir siendo un lugar del olvido. “Armero no debe ser visto únicamente como un símbolo del dolor, sino como un espacio para la educación, la memoria y la reconstrucción colectiva”, afirmó durante la aprobación de la ley.
La deuda pendiente
Con motivo de los 40 años del desastre, la Defensoría del Pueblo publicó el informe “Armero: ¿40 años de vulneración de derechos?”, donde advierte que muchas heridas aún no cicatrizan. Los sobrevivientes enfrentan condiciones económicas precarias, y las políticas de reparación siguen siendo insuficientes.
“A nosotros nos sacaron del pueblo y nunca más supimos del Estado”, relata Miriam Cárdenas, una mujer que perdió a gran parte de su familia. Su testimonio resume el sentimiento de abandono que persiste entre quienes sobrevivieron.
El documento también recuerda que tragedias más recientes —como la avalancha de Mocoa en 2017— evidencian que las lecciones de Armero no siempre se aplican. A pesar de contar con sistemas de alerta y normativas, la coordinación institucional y la ocupación indebida del suelo continúan siendo talones de Aquiles.
Armero, el lugar donde el silencio habla

El sitio donde alguna vez hubo calles, escuelas y plazas es hoy un extenso campo cubierto de vegetación y cruces blancas. Allí, cada noviembre, familias, periodistas y curiosos se reúnen para encender velas y recordar. Algunos lo llaman “el cementerio más grande del país”; otros, “el pueblo que duerme bajo la tierra”.
Aunque los homenajes oficiales se repiten año tras año, los sobrevivientes insisten en que la verdadera conmemoración no está en las ceremonias, sino en la acción preventiva.
Armero se convirtió en un símbolo del costo de la desatención. Su historia sigue enseñando que los desastres no solo nacen de la naturaleza, sino de la incapacidad humana para escuchar las advertencias.
Y, como concluye la Defensoría en su reciente informe, “La tragedia de 1985 no terminó esa noche: continúa en cada desastre que se repite por las mismas razones”.
Con información de Radio Nacional de Colombia RTVC.
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