Según la Fiscalía, 129 personas trans murieron de forma violenta entre enero de 2019 y septiembre de 2022. Esta es la historia de La Galería, la zona de trabajo sexual de Rionegro, un municipio antioqueño que en 25 años ha visto morir violentamente a una decena de mujeres trans, entre ellas a Isabella Sandoval, aunque no haga parte de las estadísticas oficiales.
Por: Juan Camilo Maldonado Tovar
Ilustración: Pascal Victoria-Rodríguez
Amaranta
Se levantó completamente desnuda y con dolor de cabeza. Fuera del hotel, los pájaros comenzaban a cantar. Le costó unos segundos caer en cuenta que el cliente ya no estaba a su lado, que se había robado su dinero y su celular, y que antes de perder la consciencia ella todavía tenía ropa interior.
—Me violaron— pensó.
La noche anterior había llegado con el hombre a un hotel en el centro de Rionegro, Antioquia, a eso de las 11:00 pm. Entre pases de perico y copas de aguardiente, el tipo desenfundó un revólver, le sacó las balas y se lo mostró a Amaranta.
—¡Guarde eso, oiga!— le dijo ella asustada y se negó a sostener el arma, por miedo a dejar huellas dactilares en su mango.
A Amaranta no le gusta tomar trago ni oler cocaína mientras putea. A lo sumo se traba con un porro y acepta que sus clientes la conviden a unas Smirnoff. Esa noche el hombre la invitó a dos botellas personales. La primera le entró bien. Fue luego de la segunda que perdió el conocimiento.
Cuando salió del hotel, aún aturdida, lo que más le preocupaba era la lista de contactos en el celular. Ahí tenía los teléfonos de clientes frecuentes que la tratan bien y que le pagan por encima de la media o sin regatear, incluyendo algunos extranjeros. Muchos ni siquiera la buscan para tener sexo, sino para que les preste su ropa y transvertirse en privado frente a ella.
Esa mañana Amaranta se dedicó a hacer vueltas, impulsada por una necesidad visceral de recuperar su celular e intentar comprender qué le había hecho el tipo la noche anterior. Puso la denuncia en la inspección donde opera la policía judicial y tuvo que ir ella misma a dejar en el hotel la carta de solicitud de los videos que registraron su entrada al establecimiento. También fue al hospital. Los médicos no encontraron señales de que hubiera sido violada ni tampoco el rastro de ningún químico, pero por protocolo le iniciaron el Código Fucsia, que incluye la toma de retrovirales. Al fin y al cabo, pensaba Amaranta, había perdido el conocimiento con ropa interior y había amanecido desnuda.
—El hombre tuvo que haberme violado— me dijo unos dos meses después de ocurrido los hechos, sentada en un banco en una pequeña plazoleta en un barrio popular de Rionegro.
Amaranta había aceptado reunirse conmigo por dos razones y ambas estaban relacionadas con la rabia. Me contó que a las pocas semanas de poner la denuncia ante la Fiscalía, el investigador a cargo la llamó a preguntarle si había logrado conseguir los datos del hombre que la agredió, su celular, su domicilio, porque de lo contrario “el caso sería archivado”.
—¡Me dio tanta rabia! Yo pensé que ellos iban a buscar los videos —me dijo mientras carburaba con fuerza un Marlboro Light—. Mor, yo quiero que ese tipo esté en la cárcel, evitar que le haga daño a otras mujeres. Yo logré conseguir su número celular, pero no voy a llevárselos. Me da miedo. Lo carteleo. Va y lo cogen por dos o tres días, y luego lo sueltan y me mata…
Y ahí está la segunda razón por la que Amaranta quiso hablarme: una semana después de que la robaran, una de sus compañeras de trabajo en las calles de La Galería, un agitado sector comercial en el centro de Rionegro, fue encontrada sin vida, flotando en las aguas del río que cruza el municipio y le da nombre. Se llamaba Isabella Sandoval y era oriunda de Puerto Berrío, Magdalena Medio. Pocos medios registraron su muerte y algunos no la mencionaron por su nombre femenino, tan solo se remitieron al parte policial que la identificó con el nombre de un hombre.
Se trataba de otra mujer trans, de otro agresor, de otras circunstancias. Pero en un municipio transitado, epicentro del mercado sexual de una importante fracción del oriente antioqueño, donde más de cuatro decenas de mujeres trans ofrecen sus servicios sexuales con sus cuerpos jóvenes, atractivos, vestidos de delirio y rasguñados por los combates de su guerra, todas las historias se cruzan y se afectan.
La pura suerte
El 6 de julio de 2021 a la 1:00 pm, dos días después de que Rionegro celebrara la primera marcha por el orgullo LGBTIQ+, el cuerpo sin vida de una mujer trans apareció a orillas del río Negro, bajo el puente de Cuatro Esquinas, casi en el mismo lugar donde un año después desapareció Isabella Sandoval, la conocida de Amaranta.
El cuerpo de la primera mujer trans estaba desnudo, sin marcas de violencia, reclinado sobre sí mismo, como si descansara sentada sobre el lecho del río. Se llamaba Tatiana Romero, tenía 29 años, era de Zaragoza, Bajo Cauca, y como muchas otras chicas en La Galería, viajaba frecuentemente de municipio en municipio. Poco más se sabía de ella. Nunca hubo un comunicado oficial y lo que se supo se fue filtrando y deformando a cuenta gotas, en especial luego de que en una reunión en la Alcaldía se dijera que Medicina Legal dictaminó que la chica había muerto de forma natural.
Entre tanto, en las calles de Rionegro, que en los últimos 25 años han atestiguado la muerte violenta de al menos una decena de mujeres trans, quedó rondando una pregunta: ¿cómo termina desnuda a orillas de un río una persona que falleció por muerte natural?
En mayo de 2022, un activista por los derechos LGBTIQ+ en Medellín me llamó preocupado por la situación de las mujeres trans en La Galería. Me habló de la extraña muerte de Tatiana Romero y me dijo que el nuevo coronel de la policía municipal necesitaba acercarse a las trabajadoras sexuales trans, porque los indicadores de seguridad del municipio estaban disparados y consideraba que ellas eran parte del problema. El momento también coincidía con el alza de homicidios en Rionegro por cuenta de una guerra brutal entre Los Pamplona, una mafia local, y Los Mesa, provenientes de Bello, Antioquia.
Yo estaba interesado en conocer más sobre el caso de Tatiana, por lo que me las arreglé para acompañar a la comitiva oficial que el viernes 10 de junio pasadas las nueve de la noche se internó en La Galería para ofrecer pruebas de VIH y sífilis a las chicas, darles soporte psicológico durante unos minutos, entregarles un kit de aseo que incluía un jabón, una toalla no más grande que una servilleta, un par de condones y un espejito con marco de plástico del tamaño de una cédula de identidad.
Y luego de la entrega del kit, lo más importante: un folleto institucional recordándoles las penas y sanciones del Código Penal y el Código de Policía: Lesiones personales, prisión de uno a tres años; Hurto, 32 a 108 meses; Tráfico y porte de estupefacientes, 128 a 360 meses; Actos sexuales y exhibicionismo, multa general “tipo tres”, 16 salarios mínimos diarios vigentes.
Las chicas salían de las sombras y volvían a las sombras con la prevención de un ser salvaje. Se acercaban, recibían la bolsita de papel y se agazapaban de nuevo en su esquina, la de siempre. Eran dos docenas de mujeres de pelos lacios y brillantes, crop tops coloridos, rostros casi adolescentes y miradas herméticas, que parecían requisarte y desnudarte a la vez.
Conforme avanzó la noche, el grupo se abrió a mi presencia. Y de repente me encontré compartiendo durante unas horas con algunas de ellas, mientras armaban la vaca para el ron, se alisaban la falda y se ajustaban el escote entre cliente y cliente. En esas estaba, cuando Amaranta me habló o me miró, no lo recuerdo, recostada contra una puerta de lata fumando: pelo negro y liso, las líneas del maquillaje sobrio e impecable sobre sus párpados, un top negro, dos estrellitas pintadas junto al ojo derecho, 25 años. Se presentó diciéndome que no le gustaba la fiesta pesada, mientras Alina, una de sus amigas, bailoteaba a sus 23 años al lado nuestro, lanzando carcajadas adormecidas por el exceso de alcohol.
Esa noche, agachado en el andén, tomé tantas notas en mi cuaderno mientras escuchaba las historias de Amaranta y Alina, que quedé con la lumbar tiesa y la muñeca dolorida. Regresé a Bogotá al otro día y me volqué a escribir una crónica furiosa e incontenible enfocada sobre todo en el testimonio de Alina, quien sedada en su juicio por el licor, me narró detalladamente cómo la vida la quebró desde los 14 años.
Al finalizar el texto lo mandé a ambas para que lo leyeran y Alina me pidió que no publicara nada de lo que me había contado.
Entonces me vi obligado a hacerme preguntas similares a las del salvadoreño Óscar Martínez en su reciente libro ‘Los muertos y el periodista’, una crónica autorreflexiva y descarnada sobre el asesinato de tres de sus fuentes, que desnuda las contradicciones más indescifrables del oficio: ¿En qué momento la herida de una persona se vuelve un asunto de interés público? ¿Cuándo es ético utilizar información que una fuente vulnerable te ha dado en estado de embriaguez? ¿Qué criterio habilita que un periodista le pueda decir a su fuente: “esta historia, que es la tuya, ya no te pertenece”?
Yo acepté la petición de Alina y archivé la crónica. Un texto que narraba cómo nuestra sociedad le rompe el cuerpo, la mente y el corazón a una adolescente que simplemente quería ser.
De aquella primera crónica, solo se puede publicar este fragmento:
Un carro de vidrios oscuros se estaciona en frente de la esquina mientras transcurre la entrevista. Tres chicas se apresuran a conversar con las siluetas sombrías de sus tripulantes. Recostadas sobre los marcos de las ventanas, se asoman ante una incógnita con la que cada noche se juegan la vida.
—¿Cómo te aseguras de que un cliente desconocido no te vaya a hacer daño?—, le pregunto a Amaranta.
—No se puede, mor, es la pura suerte.
Sobre la piel de sus cuerpos jóvenes van quedando las marcas de su oficio y de su identidad. Mientras una compañera muestra la cicatriz de una puñalada en el muslo, otra se descubre el cuello para contar la historia de la cuchillada que le clavó un tipo luego de que varias lo enfrentaran porque les tiró una piedra. Sus cicatrices son a la vez testimonio de supervivencia y el recuerdo de aquellas que ya no están.
—Como Valeria —dice una con nostalgia— una negra bien hermosa, con un cabello divi divi. Esa noche se fue con tres hombres y al rato volvió y, sin que le saliera sangre, cayó frente a nosotras. Nos decía: 'Mor, no me deje morir'. Le dieron con un chupa chupa, un destornillador, ¿sí me entiende? Eso te lo meten y enseguida chupa y no sangras. Se murió al rato. La Fiscalía vino, estuvo dos o tres días y ahí acabó todo.
—¿Y toda esta violencia no es suficiente incentivo para que salgan de la calle?
—No, mor, la vida de nosotras es así—, me dice Amaranta levantando los hombros.
El asesinato de Isabella Sandoval
Mariam Carvajal, estilista, activista y fundadora de la Corporación Oriente Diverso, recuerda que la primera mujer trans que fue asesinada y lanzada al río Negro fue la finada Claudia, hace 25 años, quizás la primera que se atrevió a caminar sin autocensura por las calles del municipio. Tiempo después fue Cleopatra; le vaciaron un revólver en la cabeza. También mataron a La Luna, a Verónica, a Valeria, a La Samaria y a un par de maricas adolescentes que comenzaban su transición y aparecieron ahorcadas de un puente sobre el río hace no más de diez años.
Isabella Sandoval es la última en esa lista.
—Era una negra bien, nunca vi falsedad en ella; era humilde, amigable— me dijo Amaranta en agosto de 2022, cuando nos sentamos a hablar de su asesinato.
Amaranta me puso en contacto con BBB, amiga íntima de Isabella desde antes de que iniciara su tránsito de género en su natal Puerto Berrío, la puerta antioqueña al río Magdalena. Las dos eran inseparables y solían subir juntas desde Medellín a trabajar en La Galería, incluyendo la noche de su muerte, el domingo 3 de julio de 2022.
Cuenta BBB que ese día, alrededor de las 9:00 pm, un hombre entre los 30 y 40 años, algo alicorado, se aproximó a la esquina en la que tradicionalmente se paraban ella e Isabella a esperar clientes.
—El man se parchó al frente y nos ofreció 50 mil pesos para que hiciéramos un trío. Finalmente negociamos por 150 mil y nos fuimos y metimos los tres para el lado del río.
Con algunas excepciones, en La Galería parece haber una norma tácita: “las gallinas” putean de puertas para adentro, en los muchos antros que rodean la central de abastos, mientras que las mujeres trans se ubican en la calle. Las “gallinas”, en este mundo, son las trabajadoras sexuales que no son mujeres trans. O las que hoy llamamos: mujeres cis.
Como a las mujeres trans les toca ejercer en las calles, si el cliente no tiene dinero con qué pagar un reservado, terminan haciendo lo que BBB e Isabella hicieron esa noche: pasar el rato en un rincón oscuro sembrado de excrementos, debajo del puente de Cuatro Esquinas, junto a los guaduales del río.
—Apenas nos dentramos, Isabella se arrecostó contra un muro y comenzó con el tipo mientras yo hacía popó. Luego fue mi turno, pero cuando yo apenas arrancaba, Isabella me dijo: “Vámonos, vámonos ya…”. Y yo paré y salí tras de ella.
BBB cuenta que no habían salido aún de la oscuridad cuando el hombre les gritó que le devolvieran la billetera.
—¡Amor, la billetera está allá!— dice BBB que respondió Isabella, antes de emprender de nuevo la marcha susurrándole a su amiga: “Vámonos, vámonos ya”.
—¡Malparidas hijueputas, me robaron!— dice BBB que gritó el hombre desde la oscuridad, antes de salir debajo del puente y encontrarse con ellas sobre la acera paralela al río, justo en frente a una cámara de seguridad pública que grabó buena parte del altercado.
Lo que sucedió entonces lo registra la cámara 1: BBB e Isabella salen de la oscuridad y segundos más tarde el hombre las alcanza. Durante un minuto los tres conversan sin mayor agresividad, enseguida el hombre le rapa el bolso a BBB y ellas se lanzan para evitar que se quede con él. Discuten sin que nadie suelte la cartera. BBB tironea. Isabella levanta la mano y amenaza con golpearlo. El hombre redobla la fuerza, tironea de nuevo e Isabella lo tira al suelo y lo inmoviliza con las rodillas. BBB logra por fin quedarse con el bolso, mientras que los otros dos se trenzan en un abrazo de lucha libre que se rompe cuando Isabella logra zafarse y emprende la huída.
Un testigo que presenció el enfrentamiento a pocos metros, me dijo que a la distancia, parecía que las chicas sí estaban escondiendo en el bolso negro lo que el hombre les reclamaba. BBB lo niega: me dijo numerosas veces que ella no vio que Isabella tomara la billetera del hombre y que ella tampoco la tenía.
Lo curioso es que en la última escena que se observa desde la cámara 1, BBB sale corriendo por un lado cargando el bolso negro, mientras que Isabella sale por el otro. El hombre decide perseguir a Isabella y no a su amiga, quien es la que lleva el bolso por el que han estado peleándose todo ese tiempo.
—Él se enchuquizó con mi bolso porque pensó que la plata estaba ahí. Pero con Isabella no se enchuquizó por la plata. Noooo. Yo digo que él se enchuquizó con ella porque Isabella le dio muy duro a él, y ahí es cuando él se dio de cuenta que ella era un travesti, porque le habló duro, como un hombre, “¡suéltelo, pues, gonorreaaaa!”.
La cámara 2 nos muestra la última imagen de Isabella con vida: la mujer trans huye velozmente y el hombre la persigue con determinación, ambos cruzan la avenida que corre paralela al río y se pierden de vista al ingresar al centro de la rotonda de Cuatro Esquinas. A los pocos segundos aparece BBB en la imagen, corre rezagada y también sale del cuadro acercándose al lugar donde continúa la pelea a puños entre el hombre e Isabella, que solo BBB presenció.
—¡Gonorrea, ayúdeme!— dice BBB que le gritó Isabella.
—¡No encuentro piedras, no encuentro palos! —dice BBB que le respondió a Isabella—. Y al momento la vi corriendo para el río y el man detrás de ella enfurecido. Hasta que no los vi más.
El cuerpo de Isabella fue encontrado por los bomberos de Rionegro tres días y medio después, flotando en las aguas del río, a 2,5 kilómetros de distancia, frente a la fábrica de la Compañía Nacional de Chocolates, un lugar muy especial del municipio donde el aire huele justamente a chocolate. Según la autopsia de Medicina Legal, Isabella murió ahogada y no tenía signos de asfixia.
“Archivar, archivar y archivar”
A comienzos de agosto, conversé con fuentes al interior de la Seccional de la Fiscalía en Antioquia, conocedoras de los expedientes de los tres casos que llamaron mi atención en Rionegro: la muerte de Isabella Sandoval, ocurrida un mes antes; la muerte de Tatiana Romero, hallada sin vida en el río, en el mismo sitio que desapareció Isabella, pero un año atrás; y Amaranta, quien denunció ser robada y desnudada en un hotel días antes de la muerte de Isabella.
Me contaron las fuentes en la Seccional que según Medicina Legal Tatiana tenía VIH-SIDA, era habitante de calle y en sus pulmones se encontró material purulento, por lo que se concluyó que murió de una grave neumonía. Según la investigación, la chica estaba desnuda porque ese tipo de comportamiento es una condición común en habitantes de calle. El caso fue precluido por “atipicidad”, pero aún no puedo revisar su expediente, no ha pasado a ser “cosa juzgada”, por lo que es imposible acceder a la evidencia y valorar cualquier otra hipótesis alrededor de su muerte.
En el caso de Amaranta, los funcionarios me confirmaron que ella, en efecto, había interpuesto la denuncia del robo, pero negaron que el investigador a cargo le hubiera solicitado conseguir los datos del presunto agresor. En cambio, sostuvieron que ella había ofrecido facilitarlos. Seis meses después, en las vísperas de la publicación de este texto, me informaron desde la Seccional que el agresor de Amaranta ya tenía escrito de acusación y orden de captura.
Con respecto al caso de Isabella, en la Fiscalía me confirmaron lo que ya he contado: su encuentro sexual con el cliente y BBB, la supuesta pérdida de la billetera, la pelea a puños con el hombre. Luego de entrevistar testigos y revisar las cámaras de video, los investigadores concluyeron que no había suficiente evidencia que demostrara que el hombre tenía la intención de matar a Isabella y que, en cambio, se cayeron accidentalmente al río, por lo que se trataba de un “homicidio preterintencional”. Es decir, que el hombre no tenía intención de asesinarla, pero en la pelea resultó muerta.
Hablé con dos testigos y revisé los videos de las tres cámaras que pude ubicar en la rotonda de Cuatro Esquinas. Dos de ellas las comparto en este trabajo, la tercera mira hacia el lugar contrario a los hechos, por lo que no tiene utilidad. Nada de lo que escuché ni observé me permite concluir que el hombre no tuviera la intención de hacerle daño a Isabella.
Uno de los testigos me contó que el río bajaba rápido y crecido aquella noche. Y que escuchó del otro lado a unos indigentes que gritaron: “¡Cayeron al río, cayeron al río!”. Yo no pude ubicarlos y desconozco si la Fiscalía lo hizo, pero ellos serían claves para entender la forma en la que terminó muriendo Isabella esa noche.
Independientemente de esto, los videos en los que la mujer trans huye velozmente del supuesto agresor, solo me suscitan una pregunta que le hice en enero de 2023 a la Fiscalía: ¿qué intención tenía el hombre al perseguirla con tanta determinación, cuando el bolso negro había quedo en manos de BBB?
También pregunté si existen pruebas adicionales que sirvieran de fundamento para determinar que el hombre no tenía la intención de hacerle daño a Isabella. Y por último, quise saber qué había pasado con las pruebas de ADN que supuestamente recogieron los investigadores en el sitio de los hechos, ya que ambos testigos me contaron que habían retirado del sitio condones con material genético. ¿Por qué no logró la Fiscalía identificar al supuesto agresor? Un mes después de enviar estas preguntas, la única novedad que recibí del caso es que fue precluido por “atipicidad de la conducta”, es decir que un juez dio por terminada la investigación.
El asesinato de Isabella Sandoval no es un caso aislado y nos obliga a hacernos una pregunta: ¿qué tan alta es la impunidad de los asesinatos de las personas trans en Colombia? ¿Cuántos crímenes son esclarecidos y sus responsables condenados?
Mientras terminaba de escribir este texto, una fuente de la Fiscalía con acceso a sus sistemas de información, me confirmó el balance del año pasado a corte de septiembre: de los 27 homicidios a personas trans registrados por la entidad, seis han llegado a la etapa de juicio y hay un solo victimario con sentencia condenatoria.
Esta información está fuera del alcance de la ciudadanía, y todo por cuenta de un error en las categorías de carga de información en el Consejo Superior de la Judicatura, que es la entidad que lleva los registros públicos de las condenas proferidas contra los criminales en Colombia. Resulta que la entidad no registra la identidad de género de las víctimas, solo su sexo, en otras palabras, si algún día la Fiscalía reabriera el caso de Isabella, lo tipificara como feminicidio, individualizara al agresor, lo acusara y un juez fallara en su contra, la justicia lo registraría como el asesino de un hombre y no de una mujer trans.
Con este error de carga de información basta para que no podamos determinar cuántos victimarios han sido condenados por asesinar a personas trans, como sí lo puede hacer mi fuente, que tiene acceso al sistema reservado que rastrea los casos en la Fiscalía.
Pero hay más ejemplos sobre la falta de enfoque de género en el registro de los casos de violencia trans. Según la respuesta a un derecho de petición que radiqué ante la Fiscalía, en Colombia fueron asesinadas 129 personas trans entre enero de 2019 y el 13 de septiembre de 2022. Sin embargo, la gran mayoría de las víctimas aparecen registradas como “hombres trans”, cuando es ampliamente conocido que la mayor parte de las víctimas de crímenes transfóbicos son mujeres trans.
Al interior de la Fiscalía esta realidad no es un secreto. Es bien sabido que, como me dijo una de las fuentes consultadas en la entidad: “Un fiscal ve una mujer trans y dice: ‘es un hombre’”. A eso se suma la sobrecarga de trabajo de los investigadores: “Un fiscal local puede tener una carga de 2.000 casos sobre su escritorio en un momento dado. ¿Y qué es lo que ellos quieren al final? Archivar, archivar y archivar”.
¿Cuál es resultado final de todo esto? La invisibilidad de las personas trans y la dificultad de fortalecer la lucha contra los crímenes transfóbicos. Y para la muestra un último ejemplo: cuando le pedí a la Fiscalía la relación de las “muertes violentas de mujeres trans en Colombia”, me respondió solamente con las cifras de homicidios dolosos y feminicidios, de tal manera que en Rionegro no se registró la muerte violenta de ninguna mujer trans en el mes de julio de 2022.
Conclusión: Isabella Sandoval no existe.
Una constante presencia
Amaranta me dice que en Rionegro cada vez que hay una marcha LGBTIQ+, aparece una mujer trans muerta. La marcha por la diversidad comenzó en 2021, y a los pocos días Tatiana fue encontrada a orillas del río; luego fue la marcha del 2022, y una semana después desapareció Isabella en el mismo punto.
Durante los seis meses que duré investigando esta historia busqué en vano acercarme a las familias de estas mujeres. Quería entender en qué contextos habían crecido, y cómo se relacionaban sus entornos sociales con sus tránsitos de identidad y sus decisiones vitales.
Por lo general, me encontré con muros impenetrables. Una es la vida que ellas habitan en las esquinas de La Galería, los antros con rancheras a todo dar y los almacenes de abastos y variedades. Otra la que experimentan en sus lugares de origen, muchas veces amargas, otras más amorosas, como me lo alcanzó a confesar Amaranta. A ella, su mamá y sus hermanas le hacían el cuarto cuando adolescente para que se dejara el pelo largo y se arreglara las uñas con el peluquero. Hoy siguen viviendo juntas.
En otros casos, resulta imposible saber qué hay detrás del velo ondulante que se extiende alrededor de cada una de las 40 a 50 mujeres trans que, según la Corporación Oriente Diverso, ejercen el trabajo sexual en las calles de La Galería.
Es el caso de Tatiana e Isabella. ¿Quiénes eran antes de llegar a trabajar a Rionegro? ¿Cómo terminaron ejerciendo el trabajo sexual tan lejos de casa? ¿Qué sueños tenían en la adolescencia? ¿Por qué terminó Tatiana muriendo en la más honda indigencia? ¿Por qué la madre de Isabella mandó escribir en su lápida el nombre de un hombre?
Cuando por fin logré comunicarme con esta última, me encontré con la voz de una señora antioqueña de pura cepa, amorosa, dulce, quien al comienzo aceptó hablar conmigo desde Puerto Berrío, pero se arrepintió al consultarlo con su hermana y con su hijo.
—La verdad le digo, ya lo que fue, fue, mi hijo no va a volver a resucitar porque usted escriba sobre él. Es mejor dejar las cosas como están— me dijo en un mensaje de voz.
Pero Amaranta y BBB me han dicho que Isabella no se ha ido. Amaranta me lo dijo la primera vez que me habló de su muerte, sentadas en el banco de un parque enladrillado de Rionegro.
—Mire cómo me pongo—me dijo con su voz aguda, mientras sus piernas y brazos se cubrían de crispaciones— eso es esa marica la que me pone la piel así.
Lo mismo me dijo hace unas semanas BBB, cuando la llamé para contarle que estaba próximo a publicar este texto. Me contó que el primero de enero fue a parcharse frente a la lápida que ella misma le mandó a hacer siguiendo las indicaciones de su madre. Le llevó flores, se fumó un blun de marihuana, le limpió la tumba y le mostró el tatuaje que se hizo en el cuello, sobre la yugular, con su nombre y la fecha de su muerte.
—A mí esa negra me está protegiendo, la escucho, la veo, me guía; las maricas dicen que a veces hasta hablo como ella, que soy una travesti más.
BBB no tiene dudas: Isabella seguirá rondando esta tierra hasta que aparezca el responsable de su muerte.
FIN
Esta historia fue publicada originalmente en: Mutante.
Eliana Robles participó en en la investigación como analista de evidencia, Mariana White como editora del video y Jeanneth Valdivieso como editora periodística.
Quisiera agradecer al equipo de editores de Cuestión Pública, por las preguntas y sugerencias que me hicieron cuando esta investigación andaba a medio camino y a Paula Marulanda por la edición de la primera crónica.