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“Nando” el sepulturero

  • Por Sarita Noreña Ospina

    El gris del cielo lo obligó a dejar la bicicleta parqueada en la casa. Hoy subió los 36 escalones sin su “burrita” al hombro. Ya no se agita, lleva más de 25 años dibujando y desdibujando la misma ruta. Las piernas y el corazón se acostumbraron.  Camina con su morral al hombro, siempre mirando al piso. Saca del bolsillo un manojo de llaves y abre el candado, luego suelta la cadena, esa que un día fue gris y ahora se tiñe de óxido. Sin mayor esfuerzo abre la puerta del cementerio de Rionegro, gigante, pesada.

  • Los días de Luis Fernando Vargas Vargas son rutinarios. A las 6:30 de la mañana, aún con el cuerpo tibio, se baña. Después de las 7:00 desayuna mientras ve el noticiero en el televisor. Antes de las 8:00 sale con su hijita, de 4 años, rumbo a la guardería. Él, pese a no saber leer ni escribir, suma esfuerzos para que sus hijos puedan “tener unos estudios buenos”.

    Regresa a su morada, en el barrio Alto del Medio, en Rionegro. Si el clima lo permite, recoge su bicicleta y se va a trabajar, con 10 o 15 minutos de anticipación. Pedalea, pedalea y pedalea. Con astucia sortea las lomas, los carros y los huecos. A las 9:00 de la mañana se encuentra en la entrada del cementerio con La Mona, una perrita que, puntual, lo acompaña en su día a día. Sube las escaleras, el viento menea su cabello crespo de un lado a otro. Lo único que se escucha es el silencio. El olfato se inunda con un aroma a jardín, a flores, a vida.

    img_20170516_101059837Abre la puerta y enreda la cadena en los barrotes. No la cierra, la deja ajustada para facilitar la entrada de aquellos que van a decorar las tumbas, a orar y a dialogar, o mejor, a tener un monólogo. “Nando” entra, voltea hacia la izquierda y abre un pequeño salón bautizado como cuarto útil. Allí, en la que pareciera su oficina, huele a humedad, como dirían coloquialmente, a “guardao”.

    Descarga el morral y se viste de sepulturero. Reemplaza al blue jean por una sudadera negra, impermeable, que lleva bordado el escudo del Atlético Nacional. Se pone una camiseta verde marcada en el pecho con el nombre Catedral de San Nicolás. Verde y verde, combinan a la perfección. Finalmente mete los pies, inundados de talco, en las botas pantaneras, en ellas guarda dos viejos cepillos de dientes que asoman la cabeza. Se pone de pie y camina encorvado para no chocarse con el techo. Saca la escoba y el rastrillo. Cierra la puerta.

    Comienza por el ala izquierda del campo santo. Rastrilla y amontona las hojas cafés que abandonaron las ramas de los árboles. De atrás para adelante y luego en círculo. Repite el movimiento. De atrás para adelante y luego en círculo. Sobre el pasto se ven unas florecitas blancas que se resisten al paso del rastrillo.

    “Esto acá es el paraíso mi amor, uno siente una paz toda bonita. Yo me mantengo solo casi todo el día y créame que no me da miedo. Ahora no hay nada que me ponga nervioso. No se volvió a saber de esos muchachos que se metían a robar las cosas de aluminio o las redes eléctricas, imagínese que hasta una vez me robaron la herramienta, la ropa de trabajo y dañaron las cadenas de la puerta y de la capilla. Pero ahora no, demás que los metieron en la cárcel o sabrá Dios qué pasó con ellos”, dijo mientras amontonaba unas flores rojas.

    A diario, excepto los dos domingos al mes en los que no trabaja, destina más de dos horas de su vida limpiando el pasto. El trabajo no es continuo, se ve interrumpido por aquellos que llegan, desubicados, pidiéndole ayuda para poder encontrar, en medio de un centenar de tumbas y osarios, un nombre familiar. Aunque no sabe leer, dice con orgullo que hace su firma y reconoce los números.

    “Estos árboles tan grandes sueltan muchas hojas y más cuando está venteando, pero ellos son los que le dan vida al cementerio y lo mantienen bonito. Lo malo es que ahora, tipo 2:00 de la tarde, ya todo está lleno de hojas otra vez”.

    Tantos años como sepulturero le han dado la confianza para decir que en la vida todo es costumbre. Hace más de dos décadas, cuando apenas comenzaba en este oficio, tenía problemas para dormir y comer, los hedores y las imágenes se impregnaban en su mente. “Acá se ven cosas muy malucas, por ejemplo cuando hacen las necropsias y dejan el piso lleno de sesos o gusanos y póngase a recoger eso, pero uno se enseña”.

    Sigue barriendo. A su paso quedan montoncitos de hojas y flores acumuladas, ya muertas y mojadas. El sudor le pone brillante la frente, pero no se detiene, le falta poco. Entre las funciones del sepulturero, además de cuidar los jardines, están limpiar los pasillos, sacudir las tumbas y el techo, pintar los muros, hacer las exhumaciones, guiar a los perdidos y atender a los entierros; esto último incluye preparar la mezcla para sellar la bóveda, hacer la cubierta y, días después, instalar las lápidas. Todo lo hace entre las 9:00 y las 6:00 de la tarde.

    “Usted no me está preguntando, pero yo quiero contarle. Por allá en el 2003 o 2004, acá en esta parte -detrás de la capilla- el ejército traía a todos los N.N. o falsos positivos. Al principio llegaban 10, 12, 15, con el tiempo dos o tres. Eso era muy triste, porque había niñas bonitas, así como usted, hombres jóvenes, campesinos ya mayores, de todo. Al tiempo venía la familia a ver si por acá estaban los que se les había desaparecido”.

    La controversial desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia, a partir de 2005, disminuyó, radicalmente, el número de muertes violentas en el Oriente de Antioquia. Hoy en día, en respuesta a un aparente estado pacífico, la mayoría de las causas de fallecimientos son naturales. “¿Usted sabe qué es una muerte violenta? Es violenta cuando alguien se horca (sic), cuando hay una bala pérdida, un accidente o cuando alguien se envenena. Y sabe qué, yo ya me di cuenta por qué hay tanta mujer en este mundo, porque los hombres se mueren más (risas)”.

    img_20170516_102058599Fernando es noble, amable y respetuoso. Vive con cautela, antes de hablar suele decir “yo he escuchado, pero no sé si sea verdad”. Con frecuencia se topa con comentarios desobligantes relacionados con su labor como sepulturero, unos le dicen que cambie de trabajo, otros lo señalan de insensible y no faltan los que le temen. Pero la realidad es otra. Fernando siente como suyos los dramas de aquellos que lloran a sus seres queridos. Los entierros de niños y personas jóvenes suelen dibujarle un par de lágrimas en el rostro.

    Las muertes de su hermano y su padre le imprimieron un sello difícil de borrar. “A mí hermano lo mató, en 2003, una vieja a puñaladas y yo mismo lo enterré, pero usted no sabe lo que fue eso. A mi papá, al año, se lo llevó un infarto. Yo ayudé a organizarlo, le metí algodón en la boca, en la nariz y en los oídos y le pegué la boca con pegaloca. Hace tiempos les saqué los restos y ya están en un osario, juntos”.

    Como si estuviera montado en un carrusel de emociones, cuenta, ahora con entusiasmo, las enseñanzas que le ha dejado su trabajo como sepulturero. Descubrió que las bolsas con las que envuelven a los cuerpos impiden que los huesos se sequen y por eso, al momento de la exhumación, salen pantanosos o, en sus palabras, caldudos. También ha comprendido el valor que tiene la honestidad. En un par de ocasiones le han ofrecido dinero a cambio de permitir abrir algunas tumbas, pero, según él, nunca lo ha aceptado porque “eso es para problemas”.

    Finalmente recoge los montoncitos de hojas y flores y los deposita en la caneca que está en la puerta del cementerio. Se relaja, necesita que el cuerpo se desagite porque en menos de una hora llegará un entierro. “Es mejor no estar caloroso, porque es malo meterse a esas bóvedas bien frías. Antes no me cuidaba tanto, hoy sí uso toda la protección porque yo tengo una niña pequeña y qué tal irle a pegar alguna bacteria”. Se baña dos veces al día, antes de ir a trabajar y en el cementerio, para llegar con el cuerpo y el alma limpios.

    Hoy “Nando” no puede ir a su casa a almorzar, el entierro se lo impide. En el cuarto útil guarda la coca, allá irá cuando los familiares se marchen. La tarde es una prolongación de la mañana, en ella sigue cuidando el jardín. Está pendiente de los que entran, atiende sus súplicas y vigila para que “no pase nada raro”. A las 6:00 en punto se desviste de sepulturero, abandona la sudadera de su amado equipo y se pone el blue jean. Cambia botas por tenis. Recoge el morral, cierra la puerta del cuarto útil y sale. Se enfrenta, otra vez, a la gran portada. Atrás deja a ese, el cementerio que le ha dejado dolores y enseñanzas, recompensas y angustias, sonrisas y lágrimas.

    Hablar sobre su muerte le provoca gracia. “Conmigo que hagan lo que quiera, igual uno qué va a sentir. Eso sí, yo prefiero mantener la tranquilidad asegurada, pregúntele a los Noreña que yo siempre les pagaba adelantado”. Se despide de mí con un apretón de manos y una sonrisa honesta. Dice que vuelva cuando tenga tiempo libre, para que pueda sentir esa paz que él, día tras día, vive.

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