Crónicas es una compilación de cuentos que el escritor marinillo Miguel Ángel Ríos lanzó el pasado 30 de abril. Se trata de una serie de relatos que retratan estampas de la cotidianidad colombiana sublimadas con una narración en escenarios bastante imaginativos.
Ríos es ganador del Concurso de Cuento Tomás Carrasquilla del Politécnico Jaime Isaza Cadavid. Hoy por hoy se dedica a la docencia universitaria en el área de la comunicación, es director de la revista Cultura O y tallerista de escritura creativa. Además, trabaja en el fortalecimiento de los procesos de lectura y escritura en Rionegro y Marinilla.
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Este es el segundo libro del escritor marinillo, quien inicialmente produjera, junto con otros escritos de su padre, el maestro Alonso Ríos, un primer proyecto editorial llamado Los Ríos Cuentan. Aquí uno de los relatos:
Otras pasiones
Por Miguel Ángel Ríos Restrepo
Un airecito fresco golpeó mi rostro, reviviéndome justo cuando me disponía a atravesar la calle, aún con el semáforo peatonal en rojo. Entonces volví a imaginar la escena de Dios soplando una bola de barro para darle vida. El vientecillo debió tener origen divino, porque bajo el sol del medio día de una ciudad con fama de ser siempre una eterna primavera, nada, ni los edificios, los autos, la ropa, la piel, ni siquiera el aire podía estar frío. Mis amigos me habían invitado con insistencia a un lujoso centro comercial a ver las mujeres más hermosas de la ciudad, a derrochar el dinero en juegos electrónicos, comer pizza y a hablar estupideces. Pero yo prefería el centro de la ciudad, donde uno se mezcla con el enjambre humano y conoce sus múltiples formas de relacionarse, de subsistir, de defenderse de las arremetidas del tiempo y de las distancias; en el centro de la ciudad el hombre aprende a devorar al hombre y también a vivir de él y para él, aprende que el más fuerte no es el mejor, aunque de algo sirve serlo, se aprende de la vida y también de la muerte, de la opulencia y de la miseria, de lo sacro y de lo profano; se sabe la realidad que nunca entra en un centro comercial lujoso. Además era sábado, el primero del mes.
Crucé la calle y volé sobre el enjambre para caer en un parque en el cual mensualmente se reúnen artesanos, hippies, bohemios, drogadictos y toda clase de cachibacheros para realizar la feria mensual de San Alejo. Con el primer vistazo supe que no había nada nuevo, no obstante, inicié el recorrido por el mismo lugar de siempre: por donde un hombre con un torno y una destreza que siempre me cautivaba largo tiempo elaboraba trompos, vasos, candelabros y perinolas de madera Nazareno. Luego estaba el tatuador con su estudio improvisado dibujando cupidos, rosas, delfines y escudos de equipos de fútbol. Junto al tatuador y debajo de una enorme Araucaria estaba Jimy, a quien siempre saludaba y nunca me reconocía, pero igual, me regalaba su sonrisa narcotizada y su pregunta monótona: “a la orden parcerito, ¿qué necesita?”. Yo siempre le decía que no, que sólo miraba, pero lo observaba a él, ó mejor, a sus manos habilidosas tejiendo manillas de hilos coloridos de las que los jóvenes atan a sus muñecas y de las que mi padre jamás permitió junto a mi reloj de mil dólares. Luego de mucho rato de observarlo y de responderle sus preguntas vacías, le compraba alguna de sus creaciones, tal vez como pago por el espectáculo que me ofrecía con sus manos, pero luego la regalaba a alguno de mis amigos.
Entonces continué el recorrido preguntando por cosas que nunca iba a comprar y pensando en el entramado de los hilos de Jimy y relacionándolo con el emporio textil que mi padre pretendía que yo dirigiera una vez culminados mis estudios de Administración. Él mismo, mi padre, escogió la carrera, la universidad, mis horarios y por poco mis amigos, casi todos hijos de potentados comerciantes, políticos e industriales que vivían en una nación diferente dentro del mismo país que yo habitaba. Ya no recuerdo cuántas veces mi padre me llevó por toda la planta, como si hiciéramos un recorrido turístico, explicándome la función de cada máquina y de cada empleado, hablándome de la eficiencia, del tiempo, de los costos, de la producción y de las ganancias, casi sin importarle el interés que podía tener en ello un niño de cinco años, edad en la que hicimos el primer recorrido. "Todo esto será tuyo" —decía mi padre, y continuaba: —Las mujeres no saben de negocios, por eso no puedo poner la empresa en manos de tu hermana porque no le duraría ni un mes, ¡óyeme bien, ni un mes! Luego descargaba su mano en mi hombro y continuábamos caminando lentamente mientras él elevaba el mentón y miraba con cierta arrogancia a sus subalternos y todo lo que era suyo.
Esa tarde presté más atención a los movimientos de Jimy y a todo lo que requería para cada tipo de manilla, como los minúsculos telares y las lanzaderas improvisadas, de modo que ya sabía qué era preciso conseguir para comenzar a tejer y corrí a un almacén de variedades y decoraciones y compré diez madejas de hilo de diferentes colores y luego, en una carpintería, expliqué el diseño de un pequeño telar y de unas lanzaderas para enrollar el hilo, más pulidas que las de Jimy.
Corrí a casa con la materia prima y mis bártulos de tejido y encerrado en mi habitación comencé a hacer los primeros nudos de unas pulseras que al inicio eran verdaderas cadenas de enredos coloridos, pero que luego, con paciencia y persistencia, lograron ser aceptadas por las exigentes muñecas de mis amigos. Yo tejía mi pensamiento y no requería, como Jimy, de dibujar primero en un papel el diseño que pretendía lograr, sino que combinaba tres o cuatro colores y lograba diseñar manillas hasta de seis centímetros de anchas con figuras tribales ó geométricas, letras, curvas y casi cualquier silueta. Además, cuando supe tejer casi sin mirar lo que hacía comencé a llevar mi juego de tejido al salón de clases, y sentado en la parte de atrás elaboraba los trabajos que me encargaban y que ya comenzaban a darme buenos ingresos adicionales.
Cuando dominé por completo el arte del tejido manual me propuse elaborar la mejor pieza que pudiera, entonces conseguí rendir el mejor homenaje a quien fue, sin saberlo, mi maestro. Con hilos rojos, negros y amarillos dibujé una hermosa tela de araña en la cual prendí las letras que conformaban el nombre de Jimy, luego, el primer sábado de un octubre lluvioso se la obsequié. Él la observó detenidamente con sus ojos vidriosos, luego desató las pulseras de su muñeca izquierda y amarró con destreza únicamente la que yo acababa de regalarle, me miró entre un nubarrón pesado y rojizo y me regaló una sonrisa inocente sin palabras.
La puerta de mi cuarto fue golpeada fuertemente y con insistencia. Yo había tejido hasta tarde algunos encargos y por ello tardé en despertar y abrir la puerta que mi padre había comenzado a golpear con más fuerza. Al mirarme sospechó alguna enfermedad por la irritación de mis ojos, pero luego de tres semanas durante las cuales fui observado minuciosamente, mi padre diagnosticó con enfado y tristeza: "Mi hijo está consumiendo drogas”. Lejos estaba mi papá de la verdad y me impuso lo que para él fue un fuerte castigo, pero que para mí fue un regalo: encerrarme un mes completo en casa, aprovechando el período de vacaciones de fin de año, de modo que la Navidad y el año nuevo los pasé solo, tejiendo y leyendo algunos libros cuyos títulos había descubierto en el taller ambulante de Jimy y que luego adquirí en librerías esotéricas, en anticuarias y en la sección de filosofía de las mejores bibliotecas de la ciudad. Para entonces ya había decidido no continuar en la universidad, dejé de vestir ropas de marca, comencé a dejarme crecer el cabello e inicié la difícil tarea de diseñar mi propia filosofía.
Siempre había creído que los manilleros y artesanos nómadas, peludos y vestidos de negro seguían algún tipo de creencia, que eran devotos de algún culto o que su teología la designaba alguna deidad poco conocida, pero descubrí que cada uno de ellos y de ellas ha inventado su propio sistema de vida, siguiendo patrones de comportamiento y apariencia similares, habiendo erigido una estructura espiritual, interna, muy individual, muy extraña y de alguna manera sacra y profana como una increíble amalgama que los une al mundo, pero que los impulsa a lo etéreo. Esta contraposición produjo los efectos que yo esperaba y para los cuales venía preparándome. Mi padre dejó de pagar mis estudios y me expulsó de la casa arguyendo que yo era su deshonor, su decepción y la vergüenza de la familia.
Conmigo sólo llevé mis trebejos de tejido y una grabadora vieja y me fui directo al lugar que dio origen a mi forma de vida: el centro de la ciudad.
El enjambre muta para recibir la noche y sus dueños arman los cambuches pasajeros, se acuerda la estratagema para abusar del desprevenido, se dispone lo colectado en el día para el banquete comunitario nocturno, y se inhalan los humos de la irrealidad cuando la noche y el silencio sólo dejan lugar para caer en cuenta de que se vive una realidad que hay que disfrazar para no enloquecer.
La primera noche la pasé en el mismo parque en el que cada mes se realiza la exposición artesanal, ya que no conocía las cloacas donde se podía pasar la noche por unos pocos pesos en medio de la más heterogénea población de pobres que prefieren sacrificar sus bolsillos a dormir en una acera, a sabiendas de que en los mal llamados hospedajes pudiera haber más delincuentes que en la misma cárcel municipal. Allí pernocté muchas noches y conocí a los peores amigos que se puedan tener, supe del dolor, del hambre, del humo de la irrealidad y de un amor que murió en una acera cuando robaba comida para llevarme estando yo enfermo.
Faltaban ocho días para la feria de San Alejo de mi primer diciembre lejos de casa y yo había tejido manillas excepcionales que quería mostrar a Jimy y hasta había pensado en pedirle que me permitiera trabajar a su lado. El sábado llegó con más tardanza que nunca, tal vez por ser el primero de la Navidad más dolorosa que recuerde. Corrí a buscar a Jimy, pero debajo de la Araucaria sólo había un arrume de rosas blancas frescas y una varita de incienso recién encendida. Jimy había muerto, según me contó el tatuador, y no dejó nada por qué recordarlo, y sólo a mí —a quien enseñó sin siquiera darse cuenta— le haría falta en adelante.
Con gran respeto acomodé las rosas y el incienso a dos metros de la Araucaria y ocupé el lugar de Jimy, y eso vengo haciendo hace ya diez años. De mi vida pasada tengo un revoltijo de imágenes que recuerdo cada vez más distorsionadas en los momentos en que un humo blanco me dispara hacia el éter. No tengo ningún seguidor y tampoco sigo a nadie, porque el único culto que tiene alguna importancia es el culto a las manos que me permiten concretar lo que pienso, y no soy dueño de ninguna filosofía porque no encontré una que fuera lo bastante fuerte para retener mi espíritu errante. Ahora me hago llamar Isaac y no miro los ojos de la gente cuando les hablo; soy un ciudadano del mundo y mientras eso me haga feliz no necesito de nada más. De nada.