Es un pueblo escondido en la cima.
A 33 kilómetros, la vía de ingreso es apenas un pestañeo. Un pestañeo, una cicatriz apenas perceptible del bosque que se adentra en lo profundo del sopor y que muere allá en el alto. A medida que se avanza y se aleja de la autopista Medellín-Bogotá, los árboles hablan, los riachuelos gritan, los loros hacen conciertos al aire libre.
El sonido del motor, bronco, es como los pasos del desconocido que quiere hacer poco ruido, pero tropieza con todo lo que encuentra en su camino. Aun así, el camión es una doncella que camina empinada cuidándose de pinchar o de caerse en los abismos que cada curva trae consigo. Es un armatoste de latas crujientes que siente la comezón que nace en el bosque. Se balancea de un lado a otro, de de-re-cha a iz-quier-da, su-be y ba-ja.
En el valle, a medida que se asciende, lunares blancos brotan del verde frondoso. Cráteres de piedras inmaculadas que luego serán polvo. Cicatrices, cicatrices como las que se abren en la carretera, estrecha y naranja, con alambres de púas a los extremos y pastos sin ganado, bosques sin árboles, pájaros sin nidos, tierras sin cultivos; casas de lata, niños semidesnudos, manos gruesas, perros corriendo agitando la alarma. Verdes oscuros, claros, ácidos; tierra roja, amarilla, negra. Tierra arcoíris.
De pronto se ve la cúpula de la capilla: inmaculada, empotrada abajito del cielo, puesta por arte de magia allá en la cima. Y de a poco nace la noche y del pasto surgen lucecitas titilantes, chirridos que manan de la tierra, pájaros a los que se les hizo tarde regresar a casa, televisores encendidos, hamacas colgando en los corredores, ojos que asoman la curiosidad y contemplan el armatoste.
El crujir de la noche. Croc, ruaj, nuag, grrrr, ssssss, blanb. Sonidos con sabor a miedo. Y avanzamos. El destino es Aquitania, allá donde el hombre guiaba a su mujer en embarazo y le dijo después de una dura jornada entre el bosque: Aquí, Tania.
Entre la oscuridad se divisa el blanco algodón que se desplaza guiado por la brisa. Y asciende, asciende con el armatoste blanco y voz de locutor. Se dirige allá donde las lucecitas brillan como las criaturas que emergen del pasto. Y se pierde. Nos perdemos. Bajamos un poco y retomamos el vuelo hacia la cima y el traje blanco, el algodón, arropa la montaña, le lanza la frescura, la congela en el tiempo en medio de la nada, o de la abundancia del trópico.
Dos horas, subiendo y bajando, de un lado al otro, interrumpiendo el descanso de un bosque –si se permite el eufemismo, tan solo pensando en el pasado- que cierra los ojos y que nunca duerme y que se percata del armatoste que emana nubes negras entre el azul clarito del aire.
Justo en lo alto no ha transcurrido el último siglo. La noche devuelve la magia del tiempo pasado. Los caminos son de tierra; las calles santuario de piedras. Las casas, la gente, la música, los perros, los cerdos esperando su muerte en la madrugada víctimas de puñales oxidados, todo, o casi todo, parece de otro mundo. El asombro personal: hallar lo distinto en lo semejante, lo parecido en lo desconocido.
La mañana rompe el hechizo. Casas laceradas, cruces de madera en el camino, historias de llanto, historias de esperanza, historias de sueño, historias de este pueblo ubicado en la cima, desde donde el río Magdalena da vueltas y vueltas y más vueltas en el valle que se abre a su paso. La vista no alcanza a abarcar la inmensidad de esa larga tira de agua que recorre todo el panorama.
Desde aquí, en este alto llamado Aquitania, municipio de San Francisco, recuerdo que hace 11 años -entre el 20 y 23 de julio- los armados dieron la orden de abandonar el pueblo. Con los dedos se cuenta quienes quedaron, con granos de arroz los que huyeron y no regresaron. No viajaron en el armatoste, lo hicieron caminando, algunos con los pies descalzos, otros con los ojos hirviendo de dolor (Ver: El pueblo que sobrevivió a la diáspora.
A pesar de tanto, regresamos a esta tierra a conmemorar la época de la barbarie y a celebrar el período de la esperanza, de los sueños, el tiempo en el que Aquitania, el pueblo asediado por guerrilleros, ejército y paramilitares, se blinda contra el dolor y sueña con la paz.
Es día nacional…
* Juan Camilo Gallego Castro (@jcamilogallego) es autor del libro Con el miedo esculpido en la piel. Crónicas de la violencia en el corregimiento La Danta, proyecto ganador en crónica de la Primera Convocatoria de Estímulo al Talento Creativo-Antioquia 2012. También es periodista, especialista en derechos humanos y derecho internacional humanitario de la Universidad de Antioquia y estudiante de la maestría en Ciencia Política del mismo centro universitario.
Foto: Grupo Facebook Amigos de Aquitania - Luis Carlos Herrera Ramírez
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