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El sacrificio

  • Por Daniel Santa I.

    Jacobo la quería tanto como a su propia vida. Todos los días, durante las eternas jornadas de cuartel militar de su escuela primaria, la miraba absorto, la perseguía a todos lados con sus ojos de enamorado y con el pensamiento rendido en el pálpito de su corazón de infante. Pero aquel lunes de agosto -que no puede haber un día más propicio para las grandes catástrofes-, por motivos del azar o por fortuna de la suerte, quedó a solas con ella en la habitación de suministros primarios del laboratorio de química. Segundos atrás, sus treinta y dos compañeros de grupo habían salido tras los pasos de Juvenal Santa, el profesor de turno, pero ellos, en un brevísimo y muy dichoso descuido, quedaron encerrados, únicos, aislados por completo de los edificios centrales de la coordinación escolar.

  • Pasó que al cabo de cinco minutos ni Jacobo ni ella habían pronunciado palabra. Solo se miraban, a veces, desde esquinas opuestas y enmarañados en el pesado silencio de las tres de la tarde. Sin embargo, en un golpe de lucidez, Jacobo comprendió que nunca tendría de nuevo una ocasión como esa para confesarse, para decirle lo mucho que la quería, cuánto pensaba en ella, cómo se quedaba dormido mientras su nombre daba tumbos en su cabeza. “Tiene que saberlo”, pensó. “Quizá sienta lo mismo. Tal vez vuelva hacia mí para decirme que me quiere también. Entonces seré el niño más afortunado; el más feliz, sin duda”. Se llenó de valor. Comenzó a caminar hacia ella, lentamente, por un corredor rodeado de estanterías de artilugios científicos, y ella, temerosa, iba retrocediendo de espaldas y tanteando con sus dedos transparentes el vacío inexistente entre las sombras. De pronto, un ruido metálico los arrebató del instante. Era el profesor Juvenal Santa que había regresado al laboratorio. Jacobo sentía su corazón reventar. Ella, en cambio, tropezó de repente contra una de las estanterías. Una probeta antiquísima cayó de su puesto, rebotó contra una bisagra inferior y se estalló contra el piso. ¡Plazzz! Exaltado, el profesor Juvenal Santa penetró en la habitación y mirándolos a los ojos lanzó su sentencia: “a quien haya roto la probeta voy a cortarle las manos”. Jacobo caminó hacia él, estiró sus brazos inocentes, y dijo: “córtelas, profesor”.

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