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El olvidado

  • Por Daniel Santa I.

    Mientras estuve a su lado “Chucho” recibió quinientos pesos de limosna. Todos los días, a las siete de la mañana, Jesús Antonio Henao explaya sus desdichas al pie de la capilla San Francisco, la construcción religiosa más antigua de Rionegro, y emprende la misma rutina que comenzó hace 16 años. Nada. Es uno de los mendigos más populares del centro histórico. Un retrato demasiado obvio para un limosnero: cuerpo menudo, cabello largo, barba dispar, un bastón de madera cuya empuñadura usa para rascarse los ojos, una camisa morada con parches desperdigados, pantalón gris corto y un escapulario de plástico. Nada nuevo. Recostado en su cajón de madera, sobre los adoquines antiguos y el muro frontal recién restaurado, “Chucho” se sumerge en sí mismo, mira hacia el mismo sitio, permanece estático, al frente del Parque de los Mártires de la patria, como una estatua sin triunfos.

  • Nació hace 67 años en el municipio de San Vicente. En su juventud trabajó en la venta de callanas, ollas y materos de barro, adoctrinado por una de sus tías que, al igual que sus padres, murió hace varios años. Dice no haber tenido ni una sola novia y que la idea de formar parentela tampoco lo desveló. Desayuna café con pan, cuando hay café con pan. Ocho mil pesos es lo que recoge en un día bueno. En los malos, seis. La invierte en la necesidad más urgente de todo ser humano: comida. Compra, al final del día, arroz y huevos. Guarda a su lado una vieja tableta de ocho pastillas de acetaminofén a medio terminar, para controlar los dolores de barriga y la espalda. Uno concluye que no hay nada de extraordinario en este personaje. Aunque parezca mentira, “Chucho” tiene menos problemas que el resto de las personas “adaptadas a lo sociedad”.

    Nunca desearía retornar a San Vicente. De su padre, Porfirio Henao, y su madre, María Alzate, tiene solo recuerdos imprecisos. Eso sí, evoca su época de infante, cuando iniciaba la escuela con las esperanzas que todo niño abriga, solo que las suyas no durarían mucho tiempo. Un día cualquiera, y sin razón alguna, tal vez motivado por ese proceder indebido que hoy los expertos denominan bullying, cierto compañero de clase le robó todos sus cuadernos. Entonces, iracundo, Jesús Henao saló en la búsqueda del infractor, y en campo abierto, con violenta maniobra, le propinó un golpe justo en la cabeza con la chapa de su correa de cuero. Entre estas y otras vicisitudes, “Chucho” se retiró de la escuela a tan solo dos semanas de haber iniciado clases. Nunca más volvería a pisar un aula.

    Conoce a detalle la margen de sobra que da el tejado en la acera a cada hora del día. Acostumbra mandar a los infiernos a los indecentes que lo trastornan con chistes malos y gritos de fastidio. Torpe de palabras es “Chucho”. Con desconcierto recuerda el día que instalaron unos hijuemamas flecos justo en el lugar dispuesto para su mendicidad, en el momento en que la capilla era sometida a proceso de restauración. Por varios meses aguardó sentado al frente, en el parque de San Francisco, hasta que tornó a su rincón de olvidos y misericordias. Cree en Dios, pero la mayor de las veces se duerme mientras reza. Y es que haciendo cálculos imprecisos, puede decirse que “Chucho” ha escuchado por lo menos once mil seiscientas misas desde que es mendigo en la puerta de la capilla. Qué ironía.

    Su risa sin dientes, su desmadejamiento interior, su hablar truncado; todo lo que un hombre ignorado pudiera tener. Es simpático si se lo propone. Al fin de cuentas, debe serlo siquiera en poca medida, pues sobrevive por la caridad de terceros, por la pavesa de compasión de los caminantes, por la estorbosa moneda en el pantalón de las rezanderas. Postrado siempre en el mismo sitio, “Chucho” desgrana los días, uno tras otro, como un escapulario infinito. Todo se repite en su mundo; la misma calle asfaltada, la misma esquina anticuada, la misma muchedumbre, el gentío de palomas y él mismo. Tan igual como siempre, invariable incluso. El Olvidado. Yo digo que “Chucho” se ha vuelto paisaje.

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