Por: Carlos Eduardo Vásquez - [email protected]
No me gusta el fútbol. Es más, prefiero escribir estas líneas que sentarme a sufrir por el resultado de un juego que ni me va ni me viene. En este instante se juega la final del rentado colombiano y al fondo escucho los gritos desesperados de los hinchas en las casas vecinas. Hay ruido de cornetas en la calle y un locutor vocifera enloquecido desde los parlantes de una emisora local. Me cansan los fanatismos y las exageraciones.
A lo mejor, soy un tipo aburrido. Sin embargo, debo confesar que también tengo mis ambiciones respecto al fútbol. Y cómo no tenerlas, si al fin y al cabo soy colombiano, y colombiano que se respete lleva la pasión futbolera en las venas. Es solo que mis ambiciones son simples, aunque un poco excéntricas para nuestro entorno.
Por ejemplo, tenía la ambición de que al llegar a mi casa esta noche, un vecino o un amigo del mismo, en trance de su fanatismo deportivo, no estuviera obstaculizando la vía pública. Tenía la ambición de que mis estudiantes de la Universidad Católica de Oriente llegaran completos y que no transaran su desarrollo profesional por una emoción pasajera. Tenía la ambición de que esta noche algunos pudiéramos dormir sin los sobresaltos de la pólvora y los gritos desaforados en medio de la madrugada. Tenía la ambición de que el muchacho de esta zona que se le tira a los carros con la bandera de uno de los clubes deportivos de Antioquia en la mano, suprimiera sus instintos suicidas por una vez. Tenía la ambición de que en esta oportunidad la gente no muriera intoxicada vivando a un equipo que realmente se nutre del dinero generado por el negocio del deporte y no de la pasión de sus seguidores. Tenía la esperanza de que los medios de información dejaran la hipocresía de emitir especiales sobre el equipo ganador, sabiendo de antemano que habían preparado otro especial diferente por si ganaba el otro equipo. Tenía la ambición de que las fábricas de licores del país no se hicieran aún más millonarias de cuenta de un pueblo embrutecido por el alcohol. Tenía la ambición de que no hubiera daños a los bienes públicos ni basuras en las calles de cuenta de un partido de fútbol. En fin… tenía ambiciones que finalmente solo son las minucias y las excentricidades de un renegado del fútbol como yo.
El partido ha terminado hace treinta minutos y el grito de “¡ganamos hijueputa!” que acabo de escuchar me lleva a reflexionar sobre lo que verdaderamente ganamos. Nosotros nada, por supuesto. Mañana, en el país, a las protestas del sector agropecuario, se le sumará el paro de gran parte del sector minero. Mientras los rostros de los “ganadores” lucirán los estragos de una soberana resaca etílica, en nuestro Oriente antioqueño algunos funcionarios públicos seguirán reconociendo que recibieron plata por favores particulares. Los “ganadores” contarán estrellas de papel ajenas, mientras la crisis lechera en la zona de páramos continuará agudizándose. El furor futbolero estará flotando mañana en el ambiente, mientras decenas de buses de transporte público del altiplano arriesgarán la vida de sus pasajeros por culpa de los sobrecupos no controlados. Y esto por no hablar de los problemas de seguridad, y del impacto inminente del Túnel de Oriente para la región, entre otros.
Pero a quién le puede importar algo así… si hoy “amanecimos” campeones.
No es que odie el deporte, faltaba más. Es solo que cuando se habla de campeonatos comerciales de fútbol o de reinados de belleza, recuerdo la política de estado de los antiguos emperadores romanos que les servía para desviar la atención del pueblo hacia asuntos sin importancia. Los césares condensaban esa política en ocho palabras contundentes: “Al pueblo hay que darle pan y circo”.
Cierro al mejor estilo de docente universitario: “Saquen ustedes sus propias conclusiones.”