“Resulta inevitable pensar que este ataque no solo tenía un objetivo físico, sino simbólico: alterar la percepción de orden, debilitar las instituciones y sembrar miedo”.
Por Mg. Miguel Jaramillo Luján.
El atentado contra el senador Miguel Uribe, ocurrido el pasado 7 de junio en el barrio Modelia de Bogotá, no es solo un hecho criminal. Es un mensaje político. Y como todo mensaje en tiempos convulsos, busca impacto y desestabilización.
Colombia, pese a sus múltiples problemas estructurales, ha mantenido una relativa estabilidad en su Estado Social de Derecho y sus instituciones que contrasta frente a sus vecinos. Por eso, resulta inevitable pensar que este ataque no solo tenía un objetivo físico, sino simbólico: alterar la percepción de orden, debilitar las instituciones y sembrar miedo. El lugar, el momento, la logística del crimen, la edad del sicario, el tipo de arma, la munición y la planeación quirúrgica revelan un operativo intelectual, milimétrico y con fines políticos.
La hipótesis más consistente no es la venganza ni un hecho aislado. Es un intento de desestabilizar el sistema político, social y económico. Según la doctrina de seguridad moderna, la desestabilización busca quebrar el equilibrio de instituciones, elecciones, formas de vida y confianza ciudadana. Es una estrategia para erosionar la gobernabilidad desde la emoción colectiva que suele llamarse, en términos técnicos: detonar la fatiga social.
Hoy, el Gobierno de Gustavo Petro sufre un fuerte desgaste en las calles, una baja ejecución presupuestal, un sinfín de escándalos y un relato que ya no convence. Mientras se estanca la economía, se debilita el empleo y sube la inflación, el discurso oficial insiste en una lucha de clases que, más que equidad, parece justificar el intento de perpetuarse en el poder con la fachada de una reforma laboral de corte social.
Los hechos del 7 de junio en Bogotá, sumados a lo ocurrido el 9 en el suroccidente del país, configuran un patrón. Son piezas de una misma estrategia: el caos como herramienta de poder. La pregunta de fondo es: ¿quién se beneficia de este caos?, ¿quién quiere incendiar la legitimidad institucional en el último tramo del Gobierno?
El recuerdo del magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado en 1995 vuelve a escena. No solo por la tragedia, sino por el contexto: un gobierno acorralado, una sociedad polarizada y un crimen que desató una cadena de efectos devastadores para la democracia. Finalmente, no se trataba de Gómez Hurtado, sino de un crimen para buscar desestabilizar, patear el tablero.
Hoy, como entonces, no se trata solo de la víctima. Se trata de una sociedad que debe elegir entre ceder al miedo o defender con firmeza la institucionalidad. Colombia ha demostrado antes su capacidad de resistir. Lo puede hacer de nuevo. Pero hay que estar alerta: al caos se le enfrenta con verdad, no con indiferencia.
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