Desde el plebiscito por la paz, Colombia no ha dejado de votar. La del próximo 27 de octubre será la quinta vez que acudimos a las urnas en tres años. Muchas para un país que vota poco y vota mal.
La democracia no cabe en una urna. Solo de elecciones no sobrevive una democracia, pero hay que votar cada que se pueda. Someter la democracia –el futuro– a una votación es someter las naciones a una quimioterapia que neutralice las células cancerígenas, los virus y las bacterias que causan hambre, desesperanza, desigualdad, desempleo, trampa, derroche, violencia, injusticia e irregularidades varias. Colombia es un paciente especial que después de cada quimioterapia queda más convaleciente, ese paciente que agoniza pero nunca muere.
Las locales y regionales son igual o más importantes que las elecciones presidenciales y legislativas. Colombia funciona como una empresa multinivel, como la emblemática pirámide de David Murcia Guzmán. Quienes están en la base y sostienen esa pirámide son los alcaldes y concejales, un nivel más arriba están los diputados y gobernadores.
Una vez electos, una vez entran en el laberintico sistema, deben utilizar los cargos para pagar con puestos y con contratos de salud, infraestructura, dotación, suministro de sangre, señalización, seguridad, transporte y muchas cosas más, los dineros que financiaron su campaña y el respaldo político recibido.
Esa deuda, por lo general, deben saldarla con senadores, representantes a la Cámara y empresarios, quienes además de contratos, suelen pedir votos en caso de optar por un cargo público en el futuro. La promesa es que quien pague lo que debe, haga buenas amistades y buenas gestiones, y además logre sortear las frágiles barreras que impone la ley; ira avanzando de nivel, y en caso de no llegar a la cima tiene asegurada su permanencia en el sistema que saquea nuestro porvenir y malgasta lo que nos pertenece a todos.
Son también los alcaldes y concejales los culpables de que las alcaldías se conviertan en centros de beneficencia, en la principal fuente de empleo de los municipios, lo cual les brinda la potestad de coartar cualquier tipo de disenso o critica en su contra, sobre todo en los municipios pequeños y alejados, carentes de recursos y de productividad económica, dependientes de lo poco que les corresponda del Sistema General de Participaciones o de la solidaridad del gobernador de turno. Son contados los alcaldes que invierten el poco recurso en el capital humano, los saberes y las potencialidades de la población para gestar localidades autosuficientes.
De cara al 27 de octubre, la sensación generalizada es la resignación, el hastío, la desesperanza. No es para menos. Nunca hubo tantos candidatos, nunca hubo tantas personas convencidas de que tenían algo para decir, nunca hubo tantas almas cándidas que aseguran tener soluciones para sus municipios aunque no sepan qué es un Cabildo Abierto o nunca hayan escuchado que existe algo llamado Concejo Territorial de Planeación. Nuestra “democracia” es cada vez más vieja pero más patética, más pintoresca. La discusión es cada vez más simple, menos argumental. Lastimosamente tiene razón Daniel Gascon: “para competir en un mercado de la atención, la política debe ser espectacular”.
Con los años nuestra democracia no evoluciona, no se perfecciona. Más que elecciones, parece que asistimos a un reality show. El juego sucio y el “todo se vale” siguen siendo indispensables para hacerse con una silla en el concejo o con el escritorio de la Alcaldía. Las inconsistencias están a la orden del día. Hay quienes se alían hasta con el diablo en caso de ser necesario. Es el ejemplo del Partido Verde, que promovió en 2018 una consulta anticorrupción, y que le dio el aval al candidato para la Alcaldía de Rionegro que también cuenta con el apoyo de Cambio Radical, un partido que para el 2017 tenía en su prontuario nueve gobernadores y 19 senadores condenados por corrupción y por tener nexos con paramilitares.
Como en la guerra, en el amor, y, especialmente en la política, todo se vale, pasa desapercibido el hecho de que el movimiento de Autoridades Indígenas de Colombia (AICO) apoye al mismo candidato que está apoyando el Centro Democrático para la Alcaldía del mismo municipio. Sé que en este país los únicos colores y partidos que importan son los intereses, pero me rehúso a creer que el oprimido votaría por su opresor.
En el oriente las campañas se adaptan a los tiempos. Hoy las elecciones no las gana quien conquiste los cerebros de los votantes, sino sus celulares. Por eso uno de los candidatos a la Alcaldía de La Ceja envió mensajes de texto a miles de ciudadanos en los que agradecía la asistencia a su concierto de cierre de campaña, y los invitaba, por supuesto, a votar por él. Innovaciones políticas muy acordes con la época que no deben ser para nada baratas.
Entre tanta chabacanería no dejan de haber alternativas que invitan a creer en otras motivaciones para aspirar a lo público. Son la minoría y son la excepción. Pero son un paso, el primero de tantos, para que la política vuelva a ser una cuestión de servicio. Quien quiera votar por la renovación de las formas y los usos, por el respaldo a los acuerdos de paz, por la cultura, por la erradicación de los vicios del patriarcado, por la preservación de los bienes comunes, por una apuesta colectiva y comunitaria, por una candidatura coherente y sincera, debería votar al Concejo por Mario Puentes si vive en Rionegro, por Estefanía Aristizábal o por Jhon Edisson Ramírez si vive en Marinilla, por Duban Quinchía si vive en San Luis, por Leiner Barrera si vive en Granada, por Esneyder Castrillón si vive en San Vicente, y por Carlos Olaya si no sabe por quién votar para la Asamblea Departamental.
La escasez de políticos y la sobrepoblación de politiqueros hace del nuestro un país en permanente campaña. Después de estas elecciones, como dice Piero, vendría bien dormir. Pero como son el disparo que da inicio a la maratón de las presidenciales del 2022, que por lo menos retiren la publicidad política y podamos ver en nuestros municipios algo que no sea personas que fingen estar felices.
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