“Las mujeres no se tocan ni con el pétalo de una rosa”, decía mi padre cuando yo era más joven. Su sentencia hacía alusión a la obligatoriedad del respeto sin dilaciones hacia el sexo opuesto, sin embargo, con los años me di cuenta que ser mujer en un país como Colombia es casi una condición de alto riesgo, en dónde las mujeres se defienden desde niñas del maltrato intrafamiliar, de la mirada lasciva e incluso del abuso de hombres casi siempre cercanos, del abuso laboral y el acoso de jefes machistas.
Según el estudio Nadie me ha devuelto la niñez que me robaron, sobre violencias sexuales contra mujeres, niñas y niños en el Oriente Antioqueño, realizado por Aproviaci, Conciudadania Amor y el CINEP en el año 2009 “las estadísticas en América Latina coinciden en que entre el 95% y el 98% de las personas atacadas por diversas formas de violencia sexual son las mujeres de cualquier edad, sector social, religión y grupo étnico. Estas estadísticas afirman que el 92% de los atacantes son varones.”
Las cifras son contundentes y escabrosas, los abusadores de las mujeres y las niñas somos hombres. A pesar de que en nuestra cultura irrigada de los valores del catolicismo se venera la imagen de una madre y mujer como la virgen Maria, nos cuesta respetar a las mujeres de carne y hueso, por una suerte de derecho adquirido en la cultura pregonamos la propiedad sobre el cuerpo y la vida de las mujeres y aunque no todos los hombres somos abusadores o maltratadores, estamos hechos de lo mismo que los patanes que sobrepasan la línea del respeto a la mujer.
Según el estudio, “la violencia de género es transmitida de generación en generación en espacios de socialización como la familia, las instituciones y la vecindad, entre otros, mediante la permanencia de los estereotipos de lo femenino y lo masculino, los cuales van determinando lo que socialmente se espera del comportamiento de hombres y mujeres”. (Aproviaci, Conciudadania Amor y el CINEP. 2009).
Siento vergüenza de género. Desde que era adolescente escuché amigas, primas y exnovias con historias de acoso y abuso sexual por parte de familiares, tíos, padrastros, esposos, primos y amigos que se creyeron con derecho de tocar, de mirar, de romper, de rasgar, de dominar. Quiero entender por qué en vez de cuidar dominamos, en vez de abrazar irrespetamos, en vez de proteger agredimos, por qué creemos tener derecho sobre el cuerpo y la vida de mujeres y niñas.
En las violencias contra las mujeres el silencio y el poder del secreto han sido las armas de la cultura usadas al interior de casas de familia y oficinas para que no se sepa nada en la calle sobre los abusos a mujeres; desde los estratos socioeconómicos más bajos hasta en las más altas esferas del mundo ejecutivo, económico y eclesial más de un hombre quisiera que no se sepa nada de este tema.
El caso del asesinato y violación de la niña Juliana Andrea Sambony en Bogotá presuntamente por el arquitecto Rafael Uribe Noguera en días pasados, no es más que la tristísima y vergonzosa punta del Icberg de un fenómeno que apenas estamos reconociendo. A los hombres nos da pavor dar el paso a otros roles, nos cuesta entender que el mundo cambió y las mujeres contemporáneas estudian, son proveedoras económicas, son dueñas de su cuerpo, de su sexualidad y deciden lo que quieren hacer con sus vidas y eso no nos da ningún derecho sobre ellas. Hoy recuerdo las palabras de mi padre, “ni con el pétalo de una rosa” y solo puedo sentir una cosa, vergüenza.
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