Adán, y sobre todo Eva,
tienen el mérito original
de habernos liberado del paraíso,
nuestro pecado es que anhelamos regresar a él.
Estanislao Zuleta
Se ha dicho – y nos resulta algo obvio - que el fin de todo ser humano es hallar la felicidad, pero lo que no hemos advertido es que los medios que hemos escogido para hallarla han logrado distanciarnos de ella. Aquí mismo, en este reino de las mentiras y las satisfacciones artificiales, se ha intentado alcanzar un concepto que se desconoce y que, por ende, tal como se concibe en la sociedad, es imposible de obtener. Las promesas de un paraíso sin obstáculos, de estados plenarios y momentos eternos de tranquilidad, han convertido al hombre en un engendro despreciable, por cuanto lo fácil se vuelve su única meta y lo lleva al plano de un ser sin criterio, porque no solo aspira a lo simple sino que lo admite y lo incorpora en su vida sin examen alguno. Partamos por ejemplo de la concepción estética que tiene el individuo en la actualidad: ¿cómo saber qué es lo bello, cuando lo que impresiona es característica de un espectáculo? O en otras palabras, ¿cómo creer ser felices cuando la seducción del entorno vale más que nuestros propios intereses? Además, la pobreza al desear no solo se manifiesta en cuestiones relacionadas a lo bello, sino también, en todo lo que conlleva la toma de decisiones, en el sentido que nos hemos vuelto incapaces para dar valor a lo complejo.
Por otro lado, sería inocuo – incluso vano – intentar definir la felicidad o caer en el discurso patético de aquellos libros que venden la solución para nuestros problemas. A lo sumo, lo que podemos plantear es que en la medida que más nos aferramos a la promesa de una vida sin peligros, más vacía se hace la existencia. Las verdades reveladas, por ejemplo, callan las preguntas que inquietan al ser humano, el mercado nos sigue colonizando como otrora lo hicieran los marineros con los indígenas en las tierras vírgenes donde deslumbraban a los nativos con sus espejos, los seguros de vida prometen estar sano y salvo y el mundo de fantasía que nos muestran no es ya un ensueño, sino que es verdadero en cierto modo, pues a lo mejor es esa la sensación que se desprenda al consumir el producto que se publicita.
Todo esto hace del individuo un ser estéril para pensar, lo ubica en un lugar de inmovilidad social y lo sumerge en la pérdida constante de identidad, pues “La existencia a la carta” que llamaría Lipovetsky, no es más que el constante vivir del ser humano en el episodio de las soluciones fáciles y de los irremediables efectos que desfiguran lo que somos. Al mismo tiempo, nos han vendido también un futuro que trae porvenir en la medida que aceptamos una vida privilegiada y sin inconvenientes; las escuelas dicen a los niños que deben estudiar “para ser alguien en la vida” los colegios hacen énfasis en el orden para que seamos “jóvenes de bien” y las universidades enfatizan en la estrategia laboral que invita a un mercado que asegura el éxito financiero. A pesar de esto y las grandes consecuencias que se dan al no percatarnos de nuestras acciones inútiles, las grandes multinacionales ignoran por completo la finalidad del individuo y, por el contrario, consideran oportuno bombardearnos de información, datos, estadísticas, música sin melodía, atracciones efímeras y ofertas irrelevantes para la felicidad humana, a tal punto que nos han convencido de lo que nos ofrecen, pues como dice Estanislao Zuleta:
“En lugar de desear una relación humana inquietante, compleja y perdible, que estimule nuestra capacidad de luchar y nos obligue a cambiar, deseamos un idilio sin sombras y sin peligros, un nido de amor, y por lo tanto, en última instancia, un retorno al huevo. En vez de desear una sociedad en la que sea realizable y necesario trabajar arduamente para hacer efectivas nuestras posibilidades, deseamos un mundo de satisfacción, una monstruosa sala cuna de abundancia pasivamente recibida”. (Zuleta, 1994).
Es decir que aun en nuestra lógica errada, se hace imposible cambiar de perspectiva y guiar de otra forma nuestros actos, pues el discurso de poder en torno a la felicidad nos ha hecho pensar que no existe otra forma de obtenerla, y aun observando lo que sucede a nuestro alrededor, somos incapaces de actuar diferente. En ese sentido, es legítimo afirmar que de la felicidad en la época posmoderna se da una promiscua interpretación, siendo esta un concepto tan manoseado que allí donde se nos otorgue una esperanza de sosiego y plenitud, somos capaces de poner todas nuestras aspiraciones. El problema no es que esta no exista en sí, sino que, de acuerdo a la multiplicidad de ofertas que surgen a diario para hacernos pensar que allí se encuentra, hemos sabido perder de vista su verdadero significado, algo que nos tiene que llevar a diseñar un espíritu atrevido que derrumbe las promesas que nos prometen saciedad, y nos incentive para acabar las convenciones sociales que han asentado el ideal de lo que debe lograr todo individuo. Mientras no tomemos partido de nuestra autonomía y entendamos que solo en la insatisfacción nacen las grandes obras, todos nuestros vanos deseos sociales, seguirán siendo insuficientes.
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