Nada le ha hecho más daño a la humanidad que esos dichos populares que se expresan sin conciencia ni criterio, como los que se escuchan decir ocasionalmente en las reuniones familiares y en los encuentros repentinos con las viejas amistades. Muchos dirán que han existido acontecimientos que han afectado de forma más grave a la sociedad, pero de fondo, estos se originan por una mala reflexión que se vuelve costumbre y originan daños colaterales.
Pensaba en esto hoy en la mañana cuando fui al supermercado a comprar unas cuantas legumbres que me faltaban para el almuerzo. Me encontré allí con una niña de aproximados ocho años que le decía a su madre que cogiera los tomates más pequeños, porque los que ella estaba seleccionando estaban muy grandes, y que posiblemente eran tomates transgénicos. Su madre le respondió de forma autoritaria que ella quería los grandes, porque al fin y al cabo de algo nos vamos a morir y que “el que manda manda aunque mande mal”.
Pagué lo correspondiente por mis legumbres y me fui pensando de camino a casa en ese refrán que tanto daño le ha hecho a la humanidad. ¿No será ese mismo el que ha justificado el exceso de poder y ha venido haciendo al pueblo cada vez más sumiso? ¿Realmente debemos tolerar al que ordena por el mero hecho de ser ese el puesto que le corresponde? Pensaba en la niña y en su conocimiento, cargando dentro de mí con un dolor profundo al reflexionar que tal vez esas palabras la llevarán en una próxima ocasión a quedarse callada ante un hecho que pudiera ser injusto, pero que por la razón de ejecutarlo alguien mayor se transformaba en una situación incuestionable.
Ahora bien, mirando un poco más de cerca lo sucedido, podemos percibir en este hecho varias cosas de las cuales me quiero detener en dos. La primera es que desde pequeños se nos educa para no cuestionar, y la segunda es que la autoridad no es sinónimo de saber. Así sucede también cuando los pequeños preguntan por todo lo que hay a su alrededor, y llega alguien a decir: “mijo, deje esa preguntadera”.
¿Será que si hubiésemos conservado ese espíritu de asombro hasta la edad adulta tendríamos el gobierno que tenemos? ¿Que si nos situáramos fuertes y seguros ante lo que pensamos, nos hicieran cambiar tan fácil de criterio? Lo dudo, porque cuando el pueblo pregunta y cuestiona, no se le pueda manipular tan fácil; de hecho, eso es lo que siempre se ha buscado desde las organizaciones de poder. ¿O cómo entender un país que prefiere invertir en todo menos en la educación? ¿Será que busca poner en práctica el dicho con el que se titula esta columna?
Debemos comprometernos con una educación que incentive la pregunta en vez de apaciguarla, que ponga entre paréntesis todos esos dichos populares que tanto daño han hecho y que solo han ocasionado repetir los mismos errores, aquellos que han llevado a pensar que la mujer es para la cocina y el hombre para la cerveza, que se ríen del feminismo porque pone a tambalear el patriarcado y que siguen haciendo creer que el que piensa diferente es un delincuente.
Solo cuando entendamos que la formación verdadera radica no en el hecho de llenarnos de respuestas, sino en la capacidad de poder cuestionar lo establecido, entenderemos que lo más importante no es obedecer y cumplir, (claro está, cuando lo que se manda no corresponde con algo correcto) sino que al contrario, reside en debatir y desafiar.
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