Por: Germán Mejía Vallejo
Aprender y enseñar son tareas inagotables. Se aprende a amar y a odiar; se aprenden algoritmos y fórmulas químicas, se aprende el MUA (Movimiento Uniforme Acelerado), y cómo hacer un microciclo; se aprende sobre las religiones del mundo y sobre anatomía. Se nos enseña a escribir y a leer y, en algunos casos, se nos enseña a ser mejores personas.
Siempre es bueno agradecer a quien con ahínco y estoicismo nos ayudó a redactar por primera vez un texto, a quien nos hizo llorar de alegría leyendo una fábula o la cartilla Nacho, a quien nos hizo odiar una clase en la mañana, a quien con cartulina y hojas iris nos coloreaba las mañanas, y a los que, fruto de su aburrida cátedra, hacían que añoráramos las horas de recreo.
Hoy es el Día del Maestro, pero no nos digamos mentiras, los hay de todas las clases: los hay quienes enseñan con el miedo como herramienta, los que mecánicamente intentan explicar una norma de urbanidad, un río, una sigla o la Guerra de los Mil Días. Hay otros que aprendieron manualidades y resultaron siendo los catedráticos en filosofía y sabíamos más nosotros que el mismo docente. También hubo y siempre habrá, quienes están ad portas de jubilarse y solo quieran ir a cumplir una rutina, esperando un día menos para salir a "descansar".
Pero, afortunadamente, hay quienes aman su profesión y se reinventan todos los días, los que destilan sabiduría y metodología por la piel, los que enseñan con amor, los que invitan a descubrir, los que exhortan a la ciencia, al respeto y al disfrute del conocimiento.
Yo, por ejemplo, tuve muy malos profesores en la escuela y en el colegio, muchos acomodados que estaban perdidos de sus oficios y otros que cumplían para ganar un suelo. Tuve profesores que se enojaban al sentirse corregidos: me enseñaron profesores con conceptos y metodologías arcaicas, y sin pedagogía. Me tocó "aguantarme" clases de historia y no sé qué más sandeces que me sonaban a discurso de la Edad Media. Pero por suerte, tuve también dos o tres que sí sabían que enseñar requería pasión y técnica, requería casi ese espíritu mayéutico explicado por Sócrates, donde se develaban las respuestas y se descubría en sí mismo nuestro potencial.
Gracias a uno de esos profesores amé las letras, amé la poesía y amé el español. Gracias a uno de esos personajes maravillosos desistí de estudiar Biología Marina y me "encarreté" por la ortografía, la comunicación audiovisual y el periodismo. Gracias a ese personaje y su forma de transmitirme su conocimiento, dejé todo tirado y me enfilé por el mundo de las reglas ortográficas para descubrir cómo una coma hacia la diferencia, y cómo con palabras podía expresar lo indecible; descubrí el fascinante mundo de las letras, esas que logran arrebatarme la vergüenza a cada paso y que me excitan y son mi mayor herramienta. Ese amor por mi carrera, por la literatura, el periodismo, la investigación y el uso correcto de mi lengua, yo se lo debo a un MAESTRO con todas sus letras.
Por maestros como él, vale la pena celebrar este día, por maestros como él, vale la pena el 12 % de aumento salarial y aún más, por maestros como él, vale la pena haber soportado las decenas de profesores del montón que me tocaron. Y por maestros como él, hoy digo: ¡felicidades a quienes con amor y sabiduría exhortan a ser mejores personas, y a los que no levitan y se creen dioses, pues maestro es quien se pone al nivel del alumno, lo enseña, lo capacita y deja que vuele alto, más alto que su propio ego y talento!
Profe, donde quiera que estés, este homenaje es para ti, Leo.