El profeta uruguayo, Eduardo Galeano, dijo que Cristóbal Colón, artífice del “más gigantesco despojo de la historia universal”, había escrito en su diario del descubrimiento 139 veces la palabra oro y 51 veces la palabra Dios o Nuestro Señor.
Yo digo que nuestros colonos, venidos desde la ciudad, ubicada al noroccidente, han escrito 139 veces la palabra cemento y 51 veces la palabra desarrollo.
El huracán llamado progreso anda moviéndose por las montañas y viene a evangelizarnos con la cruz del desarrollismo. Los colonos de corbatín se aproximan a prohibirnos vivir a nuestro modo y negarnos el derecho a ser. Hace 523 años el “otrocidio”, como lo llamó Galeano, fue ejecutado en nombre del Dios de los cielos. Ahora se cumple en nombre del Dios del Progreso.
¡Nos están colonizando! y nunca nos preguntaron, a nosotros los nadies, si preferíamos el color verde o el gris, si queríamos despertar con el mugir de una vaca o con el tosco sonido de una retroexcavadora, nunca nos preguntaron cuál apellido nos gustaba más: montunos o citadinos. No intenten preguntarle al Dios del desarrollo ¿Por qué a nosotros? Porque él es sordo mudo, y con la benevolencia de siempre arrasa brioso como un animal desbocado.
Así como Cristóbal Colón “no podía cansar los ojos de ver tanta lindeza en aquellas playas”. A los ciudad que transpiran esmog, se les hace agua la boca al ver esta tierra prometida que lo tiene todo: altiplano, valle, bosque, embalse, y paramo. Esta cuna de Presidentes, Ministros, juristas, escritores, deportistas.
Pero no es de ahora, algunos forasteros ya habían identificado los dones del edén antioqueño para conectar los pulmones de nuestro país (Medellín y Bogotá), para sembrar el terror, para edificar los primeros vestigios de la aún anhelada independencia.
Con el cielo encapotado y el vendaval del desarrollo perforando ya la montaña, seremos judíos en nuestra propia casa. Nos tocará mirar y errar hacia la periferia olvidada y subestimada. De esta tierra prospera, labrada con lágrimas y sudor, solo nos quedarán los pintorescos atardeceres que le pertenecen a todos y a nadie.
Sembramos el fruto que otros han de disfrutar. Nuestra tristeza campesina será la felicidad del citadino. Aquel que fuera nuestro remanso, se convertirá en la playa veraniega del mejor postor. Nuestros sueños se harán concreto. Bailaremos al son de los motores. Los amos se tendrán que acostumbrar a ser siervos.
La trocha será autopista. La mula será contenedor. La tapetusa será vino. Los frijoles serán caviar. El árbol será edificio. La ruana será corbata. El tambo será centro comercial. La tranquilidad será oro. El montañero será citadino, y nosotros que alguna vez también fuimos colonos seremos colonizados.
Imaginando el futuro cielo del Oriente Antioqueño, tierra que nunca fue tan nuestra hasta que empezó a ser de otros, solo se me ocurre escribir esta letanía, escuchar el canto de los pájaros que se niegan a ser aves de otra rama, y evocar las palabras de mi abuela cuando decía: “Decepcionémonos, pero a tiempo”.
Juan Alejandro Echeverri Arias