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Mujer prostituta, mujer de la vida difícil

  • prostituta

    Sentada como una señorita, con los pies cruzados y la espalda recta. Con una sonrisa amplia y brillante por los brackets.  Maquillada suave, sutil e impecable; brillo labial rosado, pestañas encrespadas y polvo compacto color aceituna. En el tercer piso de la ‘residencia  de paso’ recibe el sol de las cuatro de la tarde, que le ilumina la cara y  resalta los destellos del iluminador facial.

  • Su cabello es negro, brillante, lacio y largo. No se le nota el trabajo duro, el trasnocho, tampoco las secuelas de épocas consolada por las drogas y el alcohol. Un top negro, jean clásico y unas sandalias planas hacen que la puedan confundir con una universitaria.

    Carolina,  como dice llamarse, es bella, su piel es tersa y el cuerpo delgado, bronceado y firme. Sin cirugías desproporcionadas y maquillaje exótico se roba todas las miradas mientras mueve su cuerpo alrededor del tubo. Baila, baila, sonríe y baila. Baila por 10.000 pesos y sonríe por las propinas que a veces superan los 90.000 pesos.

    Su infancia y condiciones de vida la llevaron a ser trabajadora sexual, era una salida rentable, pero no la más fácil. Creció en un barrio popular de Medellín, con carencias económicas y afectivas. Quiso estudiar pero no tenía plata. Quedó en embarazo a los 15 años. Sin papá y con la muerte de su tía, que le hacía la vida más llevadera, repitió la historia de su mamá. Ella fue prostituta desde los 13 hasta los 45 años y un día me dijo que dejara de estar dándolo gratis y fuera a venderlo”, dijo Carolina al tiempo que se reía en señal de resignación.

    La primera vez fue desgarradora, frívola, tosca y cruel. En Yarumal, con 17 años e influenciada por su mejor amiga dejó de creer que tener sexo era una manifestación de amor. “Al principio es horrible, uno se asusta mucho, no es agradable tener que estar con un desconocido, pero uno se acostumbra y se resigna. Me animé cuando empecé ver la plata”, expresó mirando a una compañera, casi desnuda, que bajaba a hacer un show.

    El trabajo nocturno es extenuante, entre las 4:00 de la tarde y las  6:00 de la mañana el cuerpo, y a veces el alma, se agota. Estar de pie a la espera de un cliente, agitarse, pasar hambre y no dormir, la obligaban a buscar soluciones. La marihuana, el perico y el aguardiante brindaron en repetidas ocasiones la sensación de alivio que hacía tiempo había perdido. Intentaba no hacerlo mucho, solo cuando sentía que ‘no podía más’. “Me daba miedo, porque tenía el ejemplo de mi mamá. Ella sí cogió el vicio en serio, yo la hacía perdida.  Y pensando en eso trataba de evitarlo”.

    Afortunada, así se siente. Su belleza y juventud le permiten decidir con quién tener sexo. Satisfecha asegura que nunca ‘se lo daría’ a un gamín ni a un borracho, así le ofrecieran más de 30.000 pesos –que es lo que exige-, y tampoco lo haría por menos plata como sus compañeras que cobran, incluso, 15.000 pesos.

    Aprendió a ignorar comentarios agresivos. Nunca se ha considerado una puta, ‘le resbala’ lo que le digan, porque en el fondo sabe que lo que la mantiene ahí son las obligaciones que desde pequeña ha tenido. Intentó trabajar en almacenes, dejar todo en el pasado por su hijo, pero no es capaz de trabajar para nadie. A mi niño le digo que trabajo en un restaurante y  a cada rato me dice que lo traiga, pero cómo pues. Ahora es más fácil porque tiene ocho años, pero dígame qué hago cuando crezca”.

    Desde hace un año dejó de prostituirse, ahora baila en un tubo y mueve sus caderas al ritmo del bumm bumm bumm bumm que inunda el bar. Ya no trabaja de noche, tiene ‘horario de oficina’ y asegura que no va a bailar por mucho tiempo, lo va hacer mientras termina de ahorrar para tener su negocio y darle a su familia todo lo que necesita, tampoco se droga ni toma alcohol. “Esta vida no es porque uno quiera, tengo obligaciones y no voy a dejar morir a mi familia. Siempre y hasta el son de hoy me he arrepentido de haber conocido este mundo, pero por eso tengo que salir adelante, ya di un paso importante, ya no me toca acostarme con alguien que no quiero”, dijo mientras empacaba para irse para su casa, en Medellín.

    ****

    -       ¡Ay venga! ¿Qué están haciendo?

    -       Carolina: una entrevista.

    -       ¿Y yo puedo hablar?, yo le cuento todo.

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    4:30 de la tarde. En una de las residencias que hay en la Galería de Rionegro. “El sábado yo estaba con uno de mis galancitos, nos vimos, no habíamos cuadrado nada. En Rionegro no había hotel, ni al precio que fuera, por la Feria Aeronáutica. Y me tocó ir por otro lado. Y esos travestis entre y salgan, con un afán”.

    Diana es mayor que Carolina, las líneas de expresión de los ojos y la boca la delatan. No le interesa ponerse blusas escotadas, tampoco salir casi desnuda para que la vean. Tiene una blusa larga, a cuadros grises y negros y un short blanco que le llega a la mitad de las piernas, las sandalias son negras, no muy altas. El cabello es tinturado, oscuro, le llega hasta los hombros y  lleva una trenza que deja al descubierto sus orejas y los aretes de Pucca, la muñeca coreana.

    En medio de la conversación con Carolina y al escuchar ‘travesti’ Diana dijo, con un vocabulario claro, exento de vulgaridades y respetuosa que: “todos tenemos derecho a trabajar, pero honradamente. Estar con un travesti significa tener el riesgo de ser robado, apuñalado e inclusive asesinado. Ellos piensan como hombres, tienen sexo como hombres y son agresivos. Háganse cirugías de ojos, orejas, nariz, senos o de lo que sea, siguen siendo hombres. No tienen la autonomía de decir no, a ellos les proponen lo que sea y acceden, claro, porque necesitan plata para operarse”.

    Diana, como todas le dicen, lleva quince años siendo trabajadora sexual. Cuando tenía ocho años la violaron y sabe que lo que lo que la llevo a prostituirse fue eso, el rencor, la rabia de haber sido agredida, ultrajada. No fue capaz de casarse, creer en un hombre o tener hijos, porque ‘le dañaron el corazón’. “Conocí el mundo a las malas,  a  ver una cola obligada, a dárselo al mejor postor, a ser callada”.

    Lo que tiene lo ha conseguido por sí misma, es independiente, nadie llena sus expectativas. Aunque se valora y le dice no, al cliente que no le guste, dice- mirándose a un espejo mientras se aplicaba brillo labial- que perdió la dignidad desde la primera vez que tuvo sexo a cambio de plata. “En la vida es lo que usted quiera ser. Usted se mete por donde le guste y yo estoy acá y el día que quiera me voy”.

    ***

    Así es la vida de ellas, las que son señaladas, insultadas, pero utilizadas. Diana y Carolina rompen el imaginario. No son vulgares ni extrovertidas. Trabajan porque la vida les enseñó todo lo que saben, a las malas, a la fuerza. Han sido víctimas de la indiferencia, la desigualdad y la falta de oportunidades. Son conscientes de  que ‘ese no es el mejor trabajo, pero tampoco el peor’. No le hacen daño a nadie, satisfacen necesidades carnales de jóvenes, viejos y profesionales y siguen ahí porque siempre hay uno que busca sexo clandestino, con una mujer diferente. Aunque sea un escándalo para muchos, han aprendido a convivir con cuanto comentario exista.

    Mientras hablaban mostraban a ‘la mona’, una mujer de 35 años, con la vitalidad que muchos anhelan. Fue prostituta, pero ahora es comerciante, sacó adelante a sus cuatro hijos y dejó los rencores y sacrificios en el pasado. Estaba allá vendiendo bolsos y accesorios y hablando con orgullo de lo que un día fue.

    Algunas son como ellas, sinceras, trabajadoras por obligación y honradas por sus principios. Hay quienes se prostituyen para vestirse bien, para poder viajar. Y muchas otras para pagar su universidad y tener algo de comer.

    Esa es la vida de cientos de mujeres que trabajan para sobrevivir y aunque la sociedad las juzgue y el sexo siga siendo un tabú, son tan humanas como un sacerdote, una monja o el presidente. Llevan a sus hijos al colegio, dejan la comida hecha, van a misa y aspiran dejar, en algún momento, este, un trabajo de amores y odios y que de fácil no tiene un pelo.

    Por: Sarita Noreña Ospina 

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