Conocí a Dui en el Centro de Acogida de Medellín, de pie, con una historia en sus manos que abría vuelo con su lectura parsimoniosa. Asistíamos a un taller de la Red de Escritores de Medellín, en donde niños y adolescentes se tomaban la palabra.
¡MMM!… qué pereza, ya han pasado 1, 3, 5, 6, 7 meses aquí encerrado. No aguanto más esto. Todos los días la misma cosa, la misma rutina, el mismo encierro. Como, bebo, duermo, despierto, recibo caricias, a veces golpecitos, pues, de vez de en cuando.
Esta oscuridad a veces me asusta, a veces siento cosquillas a mi alrededor, sobre todo cuando mi mamá se acuesta de lado, siento que se me viene todo encima, no sé si es la almohada que pesa mucho o mi papá encima de mi madre. Me confundo, quizá sea otra cosa.
Diez de diciembre, 6:30 pm. Nace un niño blanco, con ojos muy abiertos, no para de llorar, está muy asustado por lo que escucha, por lo que ve, por lo que siente, todo es muy diferente, muy extraño. Su madre, temblorosa y muy ansiosa, con la cara húmeda de tanto llorar, de tanto sudar, pide a su hijo sin pensarlo dos veces.
– Quiero cargarlo, ¿Puedo cargarlo?, quiero sentirlo- dijo al mirarme.
Dui se estremece. Nos estremece. Su historia se parece a la nuestra, al amor de mamá cuando nacemos, al vínculo que nos une. Somos parte de ellas. Mamá es la preocupación de Dui; en ella nació. La voz sale disparada por todos los rincones, habla de naves espaciales para bebés sietemesinos y de niños llorando, menos él. Valiente aguarda en silencio esperando que mamá regrese.
Pero cómo llorar, si a mi lado estaba acostada una niña hermosa, su nave espacial era la más bonita y su piel la más limpia, la más tierna. Llené mis recuerdos con sus imágenes, del deseo de encontrarla luego para vivir una aventura.
De a poco transita por las visitas al médico y las ronchitas rojas en su piel queriendo invadirlo, de sus primeros pasos, de cuando dijo “ma y pa”, de los golpecitos en la espalda, que no eran para reprender sino para que pasara los gases, y del bautizo en “un castillo muy grande”. Y da un salto de muchos años, hasta su adolescencia.
17 años después. Lamentablemente estoy en una cárcel de menores. No entiendo qué me pasó, si mis sentimientos, mis metas, mis pasiones, mi madre decía que eran las mejores. Hoy me hace mucha falta ese calor de una madre, ella está muy lejos. Me da miedo que por decepcionarla, me deje de amar un poco. Las miles y miles de neuronas me recuerdan que no hay marcha atrás.
Dui se detiene y cubre los ojos con sus manos. Dos compañeros se alejan del suelo y lo abrazan. Él se recuesta en búsqueda del cariño de su madre que, decepcionada, dejó de llamarlo cuando conoció del paradero de su hijo. Habían transcurrido siete meses, el mismo tiempo que permaneció en el vientre de mamá, alejado de ella, en otras condiciones. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete. En este tiempo sus sueños cobraron esperanza. Retomaron el impulso. Dui vuelve a la carga, con sus ojos empañados y el miedo latente de que mamá no lo pida en sus brazos, como en la tarde que brotó de su primer encierro.
Hoy en día me dedico a soñar, a vivir algo que no es verdad, a pedirle a Dios que no me dé tan duro cuando despierte cada mañana a la dura realidad. Le pido a Dios que al salir de acá, mi padre y mi madre me acepten nuevamente como hijo. Puedo ser todo, pero sin ustedes no soy feliz.