Por Daniel Santa I.
Vienen a nuestra mente las eternas procesiones de pueblo, los años remotos de la infancia cuando marchábamos bajo el sol del mediodía, como hipnotizados por el sopor y las plegarias, detrás de un santo a cuyos pies crujían los clavos; santos vestidos de carmesí y adornados con hojas de palma.
Eran los años en que los sacerdotes se colgaban un megáfono en el pecho y salían a caminar por las calles capitales repitiendo las oraciones de antaño. Entonces, puertas y ventanas se abrían al paso del batallón de fieles, como si los rezos tuvieran un poder metafísico de invocación, tanto que los niños acababan por aprendérselos de memoria.
Y vinieron también los tiempos en que las parroquias comenzaron a transmitir sus misas por televisión y radio. De modo que las abuelas se sentaban en las mesas frutales de la cocina al lado del fogón, o se echaban sobre un mueble de cuero de la sala, y con ojos entrecerrados murmuraban entre dientes los rosarios todos, las canciones sacramentales a destiempo, las súplicas ocultas.
Así aprendimos a rezar los hijos de esta tierra de laicos, de esta unión contradictoria de Iglesia y Estado. Pero crecimos, y empezamos a notar lo insospechado: ya los niños no salían a perderse entre el humo del incensario mecido por los monaguillos, y solo las abuelas de fuerza vital, como resistiendo a los embates del tiempo moderno, seguían hilando sus pasos de piedad hasta iglesias y capillas.
“Se acabó la Semana Santa”, llegamos a pensar. “Ya no es como antes”. Porque antes, cuando la vida no dependía de los elogios de la virtualidad, asomábamos las caras embotadas de sueño por la ventana, y mirábamos felices a San Mateo parado en la esquina, rodeado de infantes curiosos, esperando a que empezara el Domingo de Ramos. Esa era la vida: la inocencia del asombro. Asombro porque sabíamos que esa semana retumbarían por los extramuros del pueblo los golpes de tambor de las bandas marciales, o el singular y tierno trino de liras y campanas.
Entonces, pasada una semana de pompas fúnebres y veladoras, de lutos y palmas, llegaba el Domingo de Resurrección. “Tú reinarás, este es el grito / que ardiente exhala nuestra fe. / Tú reinarás, oh Rey bendito, / pues Tú dijiste reinaré. / Reine Jesús por siempre, / reine su corazón, en nuestra patria y nuestro suelo…”. Y los blancos pañuelos al viento, y la sonrisa de la gente, y el sol en su cenit, y ese sentimiento de esperanza que luego, cuando las gotas de sudor corrían por nuestros cuellos, refrescábamos con una crema de leche y bocadillo en la tienda de don Neftalí.
Así fueron nuestros años, niños de hoy. Años que nunca ustedes verán porque las cosas cambiaron. Y ahora, apabullados por la renombrada pandemia, habrá que quedarse en casa. Iglesias vacías, calles solitarias. Mientras tanto, el televisor encendido: asesinatos, bailes de seducción, una patria agrietada y el augurio de una Semana Santa como ninguna otra: sin gente, sin niños, sin canciones. De modo que los hombres comenzamos a entender que lo santo, lo puro, lo justo, lo de buen nombre, no se halla en el esplendor de la fiesta ni en la piedad que se enarbola en público. Tenemos que aprender a mirar hacia adentro. Amén.