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El delito de Bocafría

  • Por Daniel Santa I.

    Bocafría le decían. Era un trotamundos de los más despiadados, un forajido cuyos instintos violentos no pudieron aplacar ni los siete años que llevaba recluido en la cárcel más dura del estado. Y nadie conocía su voz. Al interior, los jefes de las pandillas habían renunciado a los intentos de sacarle con amenazas alguna palabra de la boca, hasta que se hartaron y se buscaron otro novato que fuera fácil de desangrar. Y es que su rostro de infamia bastaba para sembrar terror. Su sola respiración era una amenaza latente; su mirada, como la de un animal desalmado, y sus brazos, acorazados por cicatrices profundas, ponían a temblar hasta a los peleones más temidos del reclusorio. Los guardias, para evitarlo, se hacían a un lado del corredor cuando salía a tomar el sol al séptimo patio del complejo carcelario, y hasta se daban la vuelta cuando le veían venir hacia su celda.

  • Bocafría tenía treinta y ocho años y la fuerza de un elefante: una noche despertó enardecido de una de sus frecuentes pesadillas, y de un solo puño desbarató el armazón que sostenía los camarotes desvencijados de veintiún presos señalados de asesinato, robo a mano armada y otros delitos de mayor grado. Todos se fueron al piso y comenzaron a salir atolondrados de entre los hierros para quitárselo de encima al pobre Burroviejo, uno de los presos más antiguos del patio, a quien se le había lanzado como endemoniado porque, según decían, en el fragor de la pesadilla lo había confundido con un enemigo sin rostro de los sueños. Fue necesaria la fuerza de siete hombres para reducirlo, asistidos por cuatro guardias que tuvieron que zamparle dos bolillazos en la entrepierna para que volviera en razón. Pero su prontuario fue siempre un enigma. Que había violado a catorce mujeres, decían unos; que había matado, él solo, a una cuadrilla de caraduras en una pelea de cantina, decían otros. Pero nadie sabía a ciencia cierta por qué lo habían encerrado.

    Hasta que en la tarde de un lunes tétrico salió Bocafría de su celda compartida hacia el patio número siete. En sus ojos se percibía un terror casi contagioso, y en su rostro, encendida como un carbón, la sombra sin retorno de la muerte. Caminó lento hacia el centro del patio bajo un cielo lapidario de nubes pesadas y tenebrosas. Todos le miraban a la distancia. “Va a matar”, susurraban desde los laterales. Un cuajarón de sangre le escurrió de la nariz mientras temblaba, con los puños cerrados, su cuerpo entero. “¡Alerta todos!”, advirtió el jefe de guardia. Bocafría miró hacia el cielo con un gesto provocador. Bajó luego la cabeza y lanzó un rojizo escupitajo que le dejó manchados los dientes. Entonces, estando todo en silencio -a medio abrir las bocas, atónitos los rostros-, tomó aire y sacó de su pecho un agónico y extraño grito que rebotó hasta los extramuros de aquel tugurio de ratas. Y algo como un temblor conmovió el cuerpo ya frío de Bocafría; se desplomó de cara contra el asfalto descolorido, y murió de golpe, envuelto en la tibia y humeante lluvia de ese agosto crepuscular. En una de sus manos, apretujado, Burroviejo advirtió a la distancia un trozo de papel con una inscripción de sangre que decía: “¡Mi delito, canallas, fue haber amado!”.

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