Por: Felipe Vélez Pérez
Historiador Universidad Nacional
¿Qué objeto tiene preservar una vieja construcción? ¿Es necesario cuidar las estructuras antiguas e invertir en ellas para mantenerlas en pie? En últimas, ¿qué sentido cobra para un municipio la preservación de una casa o edificio que aún hoy soporta el paso de los años? No es sencillo establecer una postura apologética convincente –o, por lo menos, persuasiva– frente a estos interrogantes, pues se ha llegado a la idea comúnmente aceptada de que el valor de cualquier objeto o estructura se mide en la línea de su utilidad práctica o comercial. Importa más un espacio que pueda producir beneficios económicos que un espacio que pueda ser convertido en un culto a la memoria colectiva.
No hay que salir de nuestros municipios del Oriente antioqueño para observar las diversas formas como las administraciones, a lo largo de los años, han operado en la cuestión del mantenimiento o la destrucción de las casonas de antaño o de las viejas estructuras. Un municipio como Rionegro, queriendo ponerse a la vanguardia de la “modernidad”, consideró hace unos años que ni siquiera la vieja constitución antigua del parque central del poblado valía la pena preservarse. ¿Preservarse para qué? En el sitio donde alguna vez unas casas uniformes y pintorescas mantuvieron viva la memoria arquitectónica se encuentran hoy almacenes de ropa, restaurantes y cantinas, espacios de interés comercial, entre otros. Es claro y notorio: conservar una arquitectura que pudiera leerse como una marca nítida de lo que se ha vivido no fue –y tal vez no ha sido– asunto de importancia para nuestras administraciones.
Esta es una de las formas como se suele proceder: hay una casa vieja (de la colonia, por ejemplo) en el casco urbano del municipio; la administración actúa de dos maneras: si es de propiedad privada se hace la de los ojos ciegos y no se interesa por adquirirla para convertirla en museo o espacio de memoria, o simplemente para hacerla habitable en su estado original; y si es un bien municipal la deja en el total abandono y cuando la casa llega al estado de representar un peligro para la integridad pública inicia su derrumbamiento, pues es prioridad la seguridad de todos (entre derrumbar y restaurar es mucho más económico tirar la estructura abajo).
La “modernidad” para nuestro municipio ha sido enterrar de a poco los vestigios del pasado, puesto que la idea reinante es avanzar hacia futuro, y ello implica el olvido de lo que se ha sido. Lo dijo un buen hombre alguna vez: “de manera consciente o inconsciente, el ser que ha dejado de ser niño y se adentra lentamente en la juventud y la adultez va desechando, por lo general, todo cuanto en su infancia le ayudó a formarse, e ignora que en el tiempo restante de su existencia tendrá que vérselas en innumerables ocasiones consigo mismo y quedará un vacío en muchos aspectos, pues en su niñez se quedó buena parte de su constitución como ser humano… pero claro: todo lo ha olvidado o lo ha borrado”. Podría decirse que así vivimos con nuestras casas viejas, porque ni las administraciones ayudan y a nosotros poco nos interesa.
Las casas viejas, ¿para qué? Para reconocernos con nuestra historia a través de la arquitectura, para poner a vivir una pisca de pasado en nuestros días y para armonizar la existencia presente con el recuerdo colectivo de lo que se ha sido. Tal vez, y solo tal vez, podremos conservar así una huella, un indicio, un rastro que nos aliente a seguir preguntándonos por lo que somos, por nuestro carácter histórico, por nuestro sentir colectivo frente lo que nos rodea. Por último, quizá sea oportuno en este punto presentar la reflexión de Marc Bloch, el gran historiador: “detrás de los rasgos sensibles del paisaje, de las herramientas o de las máquinas, detrás de los escritos aparentemente más fríos y de las instituciones aparentemente más distanciadas de los que las han creado, la historia quiere llegar a entender a los hombres”
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