La soledad que no se explica con frases bonitas

Nimiedades, JAVA.

Por Juan Andrés Valencia Arbeláez.

Hay una pregunta que aparece a veces de manera silenciosa, casi vergonzosa, como si fuera un pensamiento prohibido: ¿por qué estoy tan solo? No es un grito, no es una queja: es más bien un cansancio profundo, una especie de derrota emocional que llega cuando uno mira alrededor y no encuentra a nadie en quien recostarse, aunque en teoría haya gente, aunque en teoría haya amigos, aunque en teoría todo debería estar bien.

La soledad no se parece a la que describen en las películas. No es ese plano melancólico acompañado de una canción triste. No es poética. No es estética. Es una sensación densa que se mete en la rutina, en el silencio del apartamento, en la cama demasiado grande, en los mensajes sin responder y en ese momento del día en que uno se da cuenta de que no tiene a quién contarle algo que le acaba de pasar, por insignificante que sea. Porque a veces la soledad no duele por lo grande, sino por lo pequeño: por no tener con quién compartir una risa, una queja, una anécdota mínima.

Es curioso: crecemos escuchando que la soledad es buena, que hay que aprender a estar con uno mismo, que es un espacio de crecimiento. Y sí, en parte lo es. Pero hay una soledad que no se cura con frases bonitas ni con autoayuda ni con meditación. Una soledad que no responde a la lógica, que no se va porque uno “se ame más”. Hay una soledad que nace simplemente de no tener un lugar seguro donde caer.

No se trata de no tener amigos. Se trata de no tener cercanía.

De no tener vínculos donde uno pueda ser honesto, vulnerable, imperfecto, sin miedo a ser una carga.

La soledad más dura no es la de estar sin gente: es la de estar acompañado, pero sentir que ningún vínculo es lo suficientemente profundo como para sostener el peso de lo que uno calla.

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Y es aquí donde aparece la parte más incómoda: esa soledad que nadie quiere mirar de frente porque es demasiado humana. En lugar de aceptarla, la sociedad la disfraza con un arsenal de frases hechas que buscan tapar lo que duele. Frases que intentan convertir una necesidad básica en un defecto personal.

Debes concentrarte en ti”. “Es una oportunidad para reencontrarte”. “Cuando aprendas a estar solo, ya no necesitarás a nadie”.

Suena bonito, casi espiritual. Pero en realidad es una forma sofisticada de negar nuestra naturaleza social. Como si necesitar compañía fuera un síntoma de inmadurez emocional. Como si la soledad fuera una asignatura que hay que dominar. Como si la ausencia de vínculos fuera siempre una elección, nunca una herida.

La verdad es más simple y más cruda: somos seres sociales. Necesitamos a los demás para sobrevivir, para pensar, para sentirnos reales. El cerebro humano está cableado para el afecto, para el reconocimiento, para la presencia. No somos lobos solitarios iluminados, por más que las redes sociales quieran vender esa imagen de autosuficiencia emocional casi zen.

Esa idea de que uno debe “aprender a estar solo” se convierte, muchas veces, en una obligación emocional absurda: la obligación de no necesitar a nadie. Como si depender —aunque sea un poco— fuera pecado. Como si pedir compañía fuera un fracaso personal. Así, cada frase de autoayuda termina funcionando como una forma de silenciamiento: si estás solo, es porque no te quieres lo suficiente. Si te duele, es porque no sabes “soltar”. Si te pesa, es porque no has trabajado en ti.

Es una trampa. Y es una trampa cruel, porque traslada la responsabilidad de un vacío humano, universal, a la supuesta falta de “disciplina emocional”. La soledad se convierte en culpa.

Pero lo cierto es que hay soledades que no se resuelven con introspección. Hay noches que no se alivian con journaling. Hay heridas que no cicatrizan con afirmaciones positivas.

Porque por más que intentemos justificarlo, nadie se salva de su propia soledad sin otro ser humano que lo mire, lo escuche, lo sostenga siquiera un poco. Ninguna frase motivacional reemplaza un abrazo. Ningún mantra puede sustituir la sensación de que a alguien le importa cómo te fue hoy.

Esta soledad —la que no se explica con frases bonitas— es la que nos devuelve a lo básico, a lo primitivo, a lo verdaderamente humano: necesitamos a otros. No para completarnos, no para sanarnos, no para iluminarnos… sino simplemente para acompañarnos. Para hacernos menos pesados los días y menos afiladas las noches.

Y quizá lo verdaderamente revolucionario, en un mundo que glorifica la autosuficiencia, sea admitir esto sin vergüenza: quiero compañía, quiero, profundamente, no sentir que estoy atravesando mi vida en un eco interminable. Porque por más que intentemos adornarlo, la soledad más honda no se transforma con voluntad. Solo se vuelve más habitable cuando hay alguien, siquiera uno, que decide quedarse cerca.

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