“Los paramilitares estaban rezados para que al cuerpo no le entraran las balas, pero si uno les abría la billetera dañaba el conjuro y los mataban. Yo ese diciembre, de curiosa, me puse a buscar lo que no se me había perdido”, Maribel Quintero.
Amar en la guerra es invocar a la vida en medio de la destrucción, es como exhalar aire fresco en un ambiente que inhala hedores de plomo. Besar unos labios cálidos, arrullarse con la voz del otro y sentir la suavidad de unas manos que acarician el cuerpo, son actos de resistencia, de amor en medio de la hegemonía del miedo.
El Jordán, uno de los tres corregimientos de San Carlos, vivió, desde la década de los 90, hasta finales del 2003, una guerra que agrietó la vida de sus habitantes y dejó como saldos masacres, torturas y desplazamientos. El antes llamado Canoas se convirtió en una zona aislada, controlada y dominada por el poder absoluto de las Autodefensas Unidas de Colombia (Bloques Cacique Nutibara y Héroes de Granada), y las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (Bloque Metro), que brincaba del plano público a la vida privada. Esa presencia prolongada hizo necesaria la convivencia entre los armados y los jordanenses, y facilitó la creación de vínculos amistosos y amorosos.
Un hijo de la guerra
Conocer a Maribel Quintero aniquila ese derecho, que nadie nos ha otorgado, de juzgar al otro, a ese que actúa por instinto. Esa mujer de ojos verdes, sonrisa brillante y cabello claro es una insignia de valentía, de carácter y de fortaleza.
Para ella la guerra es una paradoja, aunque le arrebató a una parte de su vida, le dio un motivo para seguir en pie. La llegada de los ilegales al Jordán significó la muerte de su padre. “Todos acá en el pueblo lo conocían y sabían que él era una persona decente. Los paramilitares inventaban chismes para justificar los asesinatos. Mi papá jamás sirvió a la guerrilla o algo así. Lo mataron para generar miedo y para que la gente les obedeciera”.
En 2001, con el asentamiento de las estructuras ilegales, conoció a alias “Javier”, proveniente de Montería, comandante de las AUC y encargado de una escuadra urbana de El Jordán. De él le sorprendía que, pese a ostentar tal jerarquía, no abusaba del poder que tenía en el corregimiento y al interior de la estructura armada. Tampoco lo hizo con ella; su relación era un oasis, una fuente de calma. Sus cuidados y detalles la reconfortaban y le hacían matizar esa marca que dejó la muerte de su padre. Él se preocupaba por su bienestar, la cortejaba, respetaba sus decisiones y velaba por las necesidades de su familia.
Maribel, a pesar convivir con un actor armado, jamás aceptó o justificó la guerra. “Yo solía decirle que buscara una forma diferente de ganarse la vida, una más estable y agradecida. A ellos muchas veces no les pagaban, o los trataban mal, eran muy desagradecidos y tampoco era que les tocara muy fácil”.
Luego de cuatro meses de relación, a sus 17 años, quedó en embarazo: “cuando yo le conté a él, se puso súper contento. No permitía que yo hiciera nada, no sabía dónde ponerme. Mi hijo fue la felicidad absoluta para él, a todo el mundo le contaba que iba a ser papá. Yo no tenía ni tres meses y él ya le había mandado a tejer unos escarpines”.
“Javier” anhelaba construir una familia, ver a Maribel formarse como profesional y darle un mejor futuro a su hijo. En 2001 quiso renunciar a las AUC, entonces viajó hasta San Rafael para encontrarse con sus superiores y pedir la baja. El 24 de diciembre de 2001 se comunicó por última vez y pronunció una frase que se convertiría en un adiós: “Mari, me voy porque me están buscando”.
Según algunos compañeros combatientes, ese día “Javier” fue herido en Guatapé, como retaliación a un rumor que lo vinculaba con un robo, después huyó hacia San Rafael, en donde dos mujeres, que antes eran sus amigas, lo traicionaron y revelaron su paradero. “Yo no creo que se haya robado nada, él no era así, siempre fue honesto y respetuoso. Él tenía el cuerpo cerrado para que no le entraran las balas, pero yo tuve la culpa porque ese diciembre le abrí la billetera. A él le tuvieron que haber disparado en la cabeza y en los pies”.
El 31 de marzo de 2002 nació su hijo, que replica la piel morena, el cabello crespo y la nariz aguileña de “Javier”. Maribel guarda en su casa y en su alma los mejores recuerdos de la relación, conserva las cartas que él le escribía mientras estaban lejos, un mechón de cabello, un cepillo de dientes y cientos de momentos en los que amó en medio de la guerra.
Todavía sigue luchando para conocer el paradero de “Javier”, ha intentado comunicarse con su familia, en Montería, o conocer al otro hijo que tuvo, pero las distancias, el dinero y la falta de tiempo, le han impedido continuar la búsqueda. “Desde que nació mi hijo yo me dediqué a trabajar para mantenernos. Yo siempre he sido muy independiente y esa época fue muy dura. Yo le decía a mi niño que si su papá estuviera vivo, todo sería tan diferente. Imagínese, si él se desvivía por él sin nacer, como hubiera sido ahora. Yo me imaginé una vida a su lado, sin tener en cuenta el riesgo de que lo mataran”.
El conflicto armado es un ‘mal’ humano, un ‘mal’ protagonizado por hombres y mujeres que, pese a sus actos que fragmentan la soberanía de la vida, tienen motivaciones, sentimientos y aspiraciones. La historia de Maribel y “Javier” es parte de esa red de relatos que deja la guerra y que para muchos resultan desconocidos. Hoy, 16 años después, Maribel sigue luchando por encontrar la verdad y alejar a su hijo de ese estado que la llevó a amar en medio de los fusiles.
Agradecimientos: Maribel Quintero y María Mónica Gómez
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