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A mí que me cremen

  • Por Daniel Santa Isaza

    - …ahora y en la hora de nuestra muerte, amén.

  • - Réquiem aetérnam dona eis, Dómine.

    - Et lux perpétua lúceat eis.

    - Requiéscant in pace.

    - Amén.

    Y el sollozo sombrío de treinta bocas alrededor del ataúd. Una cruz capital de madera escolta la cabecera de la caja, y a los pies, la pintura de un riachuelo cristalino derramándose entre verdes cascadas. Este muerto es enorme, pienso. Está sobre un portaféretros extendido en toda su envergadura. Afuera, todavía encendido, el carro fúnebre con las puertas abiertas. Me parece ver una mueca de risa incomprensible en el rostro de un doliente. Será uno de esos reflejos engañosos que vienen en momentos de dolor, pienso. Tengo frío y eso me hace resollar por la nariz como si me estuviera uniendo al murmullo tétrico del ámbito. Entonces alguien quita su mirada del muerto y me observa por sobre el visor de cristal del ataúd. Inclino mi cabeza como si de verdad me compadeciera por ellos. Por ellos no, por el muerto, pienso. No sabe lo que le espera.

    Son las cuatro y treinta de la tarde. Este será el último recuerdo que tendrán de su madre. Discúlpeme, susurra José Ruiz, el operario del horno crematorio, mientras arrastra el ataúd hasta dejarlo instalado al frente del lienzo de aguas cristalinas. Si supieran lo que hay detrás, pienso. José se aparta un poco y aguarda, cruzado de brazos, a un costado de la sala. Da a entender que es la hora del último adiós. Todos miran de nuevo el ataúd. Ya no la verán más. Entonces José cierra las dos alas de la puerta corrediza. Luego, unos se abrazan, y otros, rodeados de una soledad absoluta, se echan la bendición. José ingresa por una puerta contigua. Lo sigo. Cruzamos un pasadizo angosto de tres metros, giramos a la derecha, empujamos el lienzo, también corredizo, e ingresamos el ataúd. Aquí se acaba el misterio, pienso. A esta le faltan como veinte minuticos, me dice José, casi en un grito, mientras señala el horno que truena en plena combustión a mis espaldas. Aquí adentro el ruido es sofocante.

    Ya todos los dolientes se fueron y ella se quedó aquí, o por lo menos su cuerpo. Van a abrir la caja. Tomo vigor y voy a ayudarles. Lo sabía, este muerto es enorme. Está sobre un contenedor de seis ojales. Somos tres. El conductor del carro fúnebre salió no sé de dónde. El joven toma los ojales de la parte superior, donde reposa la cabeza. Los del medio los toma José, y yo, tragando grandes bocarones de saliva, los que sostienen los pies de la difunta. Una vez la levantemos usted gira hacia allá para ponerla sobre la camilla, me dice José. ¿Listos? Sí. Uno, dos y tres. Oigo salir de la boca del joven un efímero resoplo de fuerza. Estoy cargando un muerto. Entonces me recorre un temblor de huesos hasta las rodillas. Está pesada, dice José. Caminamos con ella cuatro metros y la descargamos en la camilla hidráulica. Hago como si nada pasara. Con estas manos no me toco la cara, pienso. El joven sale con el ataúd vacío. Dios sabe cuándo vendrá en él otro muerto, quizá tan enorme como este. ¡Qué cosas! Muertos tan grandes y José tan pequeño, pienso. Seguimos siendo tres; nosotros y la difunta. Está arropada con un saco azul cuellotortuga, como si fuera a sentir frío después de la muerte. Lleva también un pantalón negro. Su cabello está poblado de canas y su rostro es blanco, no por el efecto luctuoso de la muerte, sino porque era blanco en vida. Lo sé. En un rincón de la bodega, entre una bandeja de metal averiada, se enfrían en el piso, a la ráfaga de un ventilador encendido, los casquillos de hueso que quedaron del último muerto. Esos los trituramos en unos minuticos, dice José. Yo asiento con la cabeza, como si eso no fuera para mí una novedad.

    Dieciocho mil muertos han pasado por sus manos. José se acostumbró, pienso. Se acostumbró a darle la cara a la muerte, todos los días, a todas horas. Se acostumbró tanto que hasta cremó a dos amigos sin darse cuenta. Tanto que cremó a su propia madre. ¡Qué horror!, pienso. Sí, la cremó hace quince años. Se llamaba Aura. Aura López. Murió en La Estrella y la veló en Medellín. Me dijeron que el servicio de cremación solo estaba hasta las seis, dice. Que si quería la dejara allá y al otro día yo mismo le hiciera el servicio. ¡Las guamas! ¿Dejar a mi madre toda una noche tirada como un perro?, exclamó. Y se la trajo para Rionegro. Llegó con ella a las siete de la noche a este mismo sitio. Y aquí la cremó, en los Servicios Exequiales del Oriente. Eso es durito pero tampoco significa que estaba a moco tendido. Ya uno está concientizado de lo que somos, dice. Es lógico. Cuántos rostros, cuántos cuerpos en dieciocho años. Claro, cuatro o cinco cadáveres por día. Ya ni los repara. Son iguales para él. Se le volvió paisaje.

    José está manipulando el tablero de controles del horno de dieciocho toneladas donde todo se consume en una hora y veinte minutos a mil grados centígrados. Bueno, casi todo. Polvo eres y al polvo volverás, se me ocurre. ¿Listo?, me pregunta. ¿Listo para qué?, respondo. Sigue esta, dice mientras señala al enorme muerto. Hágale, digo. Presiona un botón verde y la camilla se levanta. Este cadáver tiembla como gelatina. Arrastramos la camilla hasta la puerta del horno. Chocan los metales. José empuja los rieles hacia la boca del horno. El cuerpo entra de cabeza. ¡Dios! Y comienzan a humear las ropas y a abrirse las carnes. ¡Por Dios! Yo en silencio, observando. Toma una barra de tres metros, engancha el cuerpo en la entrepierna y le da el empujón final. Diez minutos. El cuerpo es ya otra cosa. Y eso que no ha comenzado, pienso. Entonces José se dirige de nuevo al tablero de controles, presiona un par de botones y baja una bocanada de fuego letal. Y el estallido del ardor en el aire, y el sopor entreverado con el formol ardiendo en el ámbito. Observo, a metros, lo que pasa allá adentro. Los brazos del enorme muerto se levantan. ¡Mirá!, exclamo. Pero es falso que se retuerzan. Es falso que las cuerdas bucales se activan y que los muertos gritan. Es falso. Todo es falso. Y la vanidad de la vida también lo es. Cómo será el infierno, digo. Y José se echa una bendición.

    Cuán necesario es José. Nadie lo conoce pero él los conoce a todos. Nos está esperando a cada uno con ese humor incomprensible. Y el humor literal. Humor de humo. De ese humo que antes era un vivo y que ahora se purifica a 815 grados, y después, antes de salir por la chimenea, se vuelve a purificar a 221. ¡Qué locura! Ahí nos vamos desapareciendo. Vamos siendo reducidos a un puñado de cenizas. ¡Qué locura! Que lo traigan a uno y en dos horas ya no sea nada. Los robustos se queman más rápido, me dice. Por la grasa que hace combustión. Hay unos con tanta grasa que hasta tengo que apagar el horno, agrega. Se prenden solos. En cambio los delgados demoran más. ¡Rayos! Y yo como estoy de flaco, pienso. Cadáveres de todos los colores y todos los tamaños. Cremé una de 109 años, uno de 200 kilos, fetos de siete meses, dice. Un día llegó una chica con un bebé de un día envuelto en una cobijita. ¡Ay hermano! Tuvieron que arrebatárselo a la fuerza, dice. Recuerda, por ejemplo, que después del primer muerto no comió carne por tres días. Pero ya se acostumbró.

    ¿Y quién cremará a José? Eso no lo sabe ni lo desvela. Pero tiene pavor de morirse. Físico pavor. Nadie tiene la vida comprada, sonríe. Y está a punto de cumplir 61 años. Nací el 4 de octubre de 1956 en Amagá, dice. Está entero. Hace más de 30 años no va al hospital. Bueno, fue hace poco. Ni tenía historia clínica. Increíble. Y se fuma 20 cigarrillos diarios. Así es la vida, pienso. Él parece estar más lejos de la muerte que cualquiera. Hace 34 años vive en la vía que conduce de La Ceja a La Unión, dos kilómetros arriba. Desde entonces está casado con Amildia del Socorro Casas, con quien tiene tres hijas mayores de veinte. ¡Tres hijas!, este hombre que vive metido aquí de martes a domingo cremando muertos, pienso. Llega a las ocho de la mañana pero nunca sabe la hora de salida. Hay días que me llaman a las cuatro de la tarde y me dicen que a las seis llegamos con uno y a las siete con otro, don Chepe. ¡Ay hermano! Y me tengo que quedar hasta las once o doce de la noche, dice. Me consta. Se queda solo con dos o tres cuerpos de muerto estirados a su lado. Me muero, pienso. Pero él no cree en espantos. Porque no me han asustado, dice. Lo más maluco son los descompuestos que por donde uno los coja se queda con el pedazo en la mano, agrega. José tiene que agacharse hasta quedar cara a cara con el muerto para enganchar los ojales en la grúa. Imagínese usted. De frente a un muerto acostado, frío. Ellos llegan con las manos cruzadas sobre el pecho. Llegan tiesos. Un día estaba levantando uno y se le abrieron los brazos con tanta fuerza que José cayó al piso. Yo me senté a sobarme la cara y noté que me había quebrado las gafas, dice. Se llenó de ira. Me levanté a darle, pero me acordé que era un muerto, agrega.

    Detrás del cementerio de Rionegro truena un horno crematorio todos los días. El artífice es José. Don José, le digo yo. Lo deberían de pensionar, pienso. Pero le faltan solo dos años. ¿Qué tan cierto es que creman varios al tiempo?, pregunto. ¡Nunca!, responde. Para esto se tiene que tener una ética. Uno no está cremando un animal o una madera. Esto es una cosa muy seria. Eso no es metiendo y sacando. Son seres humanos, agrega. Es buen conversador. Es un varón, pienso. Cada seis meses se mete de rodillas al horno para limpiar las paredes y rellenar el piso que se va gastando con el fuego. Fuego literal, pienso. No se imaginan cómo arde esta cosa. A José lo acompaña Mechitas, la perrita extraviada que llegó hace tres años para quedarse. Ella se sienta al pie del horno y lo observa. Es esquiva con todos, menos con José. Y duerme allí mismo, detrás del cementerio, en una camita que tiene armada en el rinconcito de una de las oficinas. ¡Qué bárbaro!, pienso, ¿dormir en un cementerio? Pero es un animal. Los animales no saben de los temores del hombre. No saben de muertos, ni de espíritus ni de almas en pena ni del purgatorio. La gente dice que se van a purgar las penas en el purgatorio, dice José. Qué van a purgar. Así no se remedian todas las cagadas de la vida, agrega. Y yo guardo silencio. Hablamos del cielo y del infierno y de los pecados de los hombres y de lo que piensan las gentes del perdón de Dios. Después de todo, después de cargar un muerto y cremarlo y barrer sus cenizas, pienso: a mí que me cremen.

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