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Esta, una guerra de otros

  • Por Sarita Noreña Ospina

    Amable lector, la siguiente, más que una carta repleta de datos, sentimientos y percepciones, funciona como una radiografía de un país que para muchos es colorido y para otros tantos, a blanco y negro. San Carlos fue un escenario de dolor, pero también de valentía y empoderamiento; pasó de ser dantesco a celestial. Mi mayor deseo es generar una reflexión, una invitación a no ser indiferentes con el dolor, así sea ajeno, así sea el de los otros.

  • Si no sabe quién es Pastora Mira, no se preocupe, el texto le contará. Adelante:

    Señora

    Pastora Mira García

    Hoy le escribo en respuesta a un sentimiento que llevo en el pecho y a veces intenta ahogarme. Recuerdo que mi papá, algunos tíos y mi abuela hablaban de San Carlos. Poca atención prestaba a esos relatos, los sentía ajenos, creía que pertenecían a un pasado ya sepultado.

    Años después me adentré -como espectadora- en el conflicto armado colombiano gracias a una cátedra de la universidad. Me hizo comprender que no podía ser indiferente, ni ajena a la realidad, a este camino mil veces recorrido. No quería convertirme en un cliché, ni repasar los lugares comunes.

    Comencé a recorrer una ruta empedrada y pantanosa. Me di a la tarea -aunque con cierto escepticismo- de buscar alguna pista que me indicara si en este país existían iniciativas que se centraran en reconstruir -aunque fuera con pegamento- el tejido social; roto, pisoteado y maltrecho por las violaciones de los derechos humanos cometidas por múltiples actores armados, entre ellos la fuerza pública.

    Percibía el conflicto armado como eso que les sucedía a los otros, a esos más de ocho millones de otros catalogados como víctimas. Pero jamás pensé que, dentro de ese millar de otros, estuviera derramada la sangre que viaja por mis venas; la que compartimos.

    Seguí caminando. Comprendí que el origen de este drama se situaba en la época de la violencia bipartidista, que sucedió entre la década de los cuarenta del siglo XX y se tomó parte de los sesenta. Los Mira, oriundos de San Carlos y liberales hasta la médula, tuvieron que dejar lo tanto y lo poco que les pertenecía. El desplazamiento era la única opción. En esa época fueron Francisco, su padre y Leonisa, mi abuela. Cincuenta años después sería usted.

    A pesar de que compartimos un apellido no había tenido la fortuna de conocerla; fue en marzo del 2016. Antes de viajar a la costica dulce del Oriente Antioqueño, busqué “Pastora Mira García” en Google. Sorprendida me encontré con una mujer asediada por múltiples medios de comunicación, entre ellos los tradicionales, al servicio del mercado, quienes manipulan a la opinión pública y la tiñen de sangre. Pero también figuraba en los alternativos, comunitarios y regionales, los mismos que buscan construir conjuntamente un relato de país.

    Nos encontramos en el quiosco del parque de San Carlos. Tenía miedo de volver a abrir esa grieta que en el fondo esconde tanto dolor. Mientras recorríamos las calles, que antes pisaban las botas pantaneras de los combatientes, comencé a comprender, ahora sí, que realmente existían dos Colombias, la mía -hasta ese día- y la real. En la primera -llamémosla indolente- no importa mucho lo que le suceda al otro, menos si es el que vive fuera de las grandes ciudades. Los indolentes ignoran las problemáticas de violencia, pobreza, corrupción y limitación estatal que flagelan a la Colombia real.

    La otra Colombia -la real- es más amarga. Allí habitan los otros, las víctimas, los victimarios, los pobres, los indígenas, los homosexuales, los afrocolombianos, las personas en situación de discapacidad y los que viven en las zonas rurales; a quienes no les basta apagar el televisor para olvidarse de los problemas.

    San Carlos es un municipio de esa Colombia real, pero no quiero que piense que me quedé, únicamente, con lo malo. El clima, la riqueza hídrica -pertenece a la subregión embalses, que produce el 30% de la energía que necesita a diario la Colombia indolente- y el verde encendido de las montañas, sorprenden.

    La violencia dejó una cicatriz, que sirivió, no para cobrar venganza, sino para salir adelante y hacer, como usted misma lo dijo, “del dolor un bálsamo para el alma”. Usted, sus dos hijos, su esposo y su padre son parte de las 14.129 víctimas (según el Registro Único de Víctimas) que el conflicto armado dejó en San Carlos.

    Mientras le escribo me pregunto, tal como el día que la conocí, de dónde sacó la fuerza infinita que la llevo a brindarles los primeros auxilios, cocinarles y curarles las heridas a esas dos personas: el primero, el que decapito a su padre, y el otro, quien le disparó a su hijo. Me sorprenden su bondad y su capacidad de trabajar para edificar y unir a esas dos Colombias, pese a que estén tambaleando de un lado a otro, desbaratándose.

    La muerte de su primer esposo -a finales de la década de los noventa- fue el primer síntoma de una nueva violencia que tomó bases del pasado para resurgir. Ya no eran las armas del bipartidismo que asesinaron a su padre. Ahora las que producían tanto dolor eran las violaciones de los derechos humanos cometidas por los combatientes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), del Ejército de Liberación Nacional (ELN), de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y de la Fuerza Pública. Pero esto solo ocurría en esta otra Colombia, la real. Este fue el mismo enfrentamiento, que tomó una fuerza monstruosa en el 2001, que le arrebató para siempre a sus hijos Jorge Aníbal y Sandra Paola.

    Este drama, fácilmente, se hubiera convertido en el combustible que la impulsaría a recorrer un camino lleno de odio y rencor. Pero no fue así. Por el contrario, encendió en usted una llama de esperanza que la motivó a luchar por su dolor y por el de San Carlos. Hoy, que el tejido social está más roto que nunca, quiero agradecerle por ser una de esas líderes que, pese a las amenazas, la miopía del Estado y la poca solidaridad de los colombianos indolentes, han creado un nuevo camino.

    El Centro de Acercamiento para la Reconciliación y la Reparación de San Carlos (CARE) es una parte de esa nueva Colombia que se está construyendo; de la que hoy me siento orgullosa y optimista. Allí el perdón se ha convertido en la base que sostiene la convivencia entre víctimas y victimarios. Trabajan incansablemente desde varios frentes: un día están en el monte, buscando con palas y azadones a más de 100 desaparecidos; otro día recorren las veredas con expertos desactivando artefactos explosivos; otro día están con las familias en los juzgados, anhelando la justicia; otro día están hablándole, con la verdad y sin eufemismos, a un congreso en pleno; y otro día, visitan un país lejano para recibir, en nombre de todas las víctimas, un premio Nobel de Paz.

    Mientras termino de escribirle comprendo que tengo un gran compromiso con mi familia, especialmente con usted y mis padres, y con esos más de ocho millones de otros, o mejor, de nuestros. Más allá de seguir con la línea de morbo y amarillismo, que caracterizan a una cantidad importante de periodistas y comunicadores de este fragmento indolente, debo pensar en la memoria como esa llave que abrirá las puertas de un país unido, de una verdadera patria, de una sola Colombia.

    Esto es parte de lo que quería contarle y recontarle. Gracias porque estoy segura que, aunque lo ha escuchado mil veces, sacó el tiempo para leerme.

    Con un aprecio infinito,

    Sarita Noreña Ospina Mira Arbeláez.

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