Por: Daniel Santa I.
Los trescientos cincuenta y siete cadáveres yacían esparcidos como bultos de sangre por la pendiente de la colina. A su alrededor, con el sol vespertino a sus espaldas, los soldados más feroces de la guarnición militar avanzaban como una plaga antigua; iban disparando, blandiendo sus espadas, rompiendo la quijada de los contrarios hasta que sus dientes, rojos, quedaban desperdigados entre los charcos menos profundos. Los jóvenes reclutas del escuadrón enemigo, encerrados como majada de animales en el salvamento de capitanes, sufrían, a punto de desmayar, la tortura sistemática de los vencedores. Los gritos de tedio podían oírse a dos kilómetros a la redonda, a pesar, incluso, de la hermética espesura del bosque bajo. “¡Es el tiempo de la venganza, soldados!”, pregonó desde una pequeña cumbre el General de División. Entonces, como un ejército de hormigas, el batallón se adelantó hasta la trinchera de rendición. En las márgenes del campo, derribados sobre los rieles del ferrocarril en llamas, los combatientes del regimiento vencido agonizaban; ya repletos de disparos, ya atravesados por los sables, lanzaban los últimos quejidos, casi mudos, mientras miraban la luz transparente del cielo. “Ten piedad, Señor”, susurraba uno; “vénganos”, exclamaba otro. El General de División había bajado de la cumbre y ahora encabezaba la marcha destructiva; daba saltos sobre los cadáveres, uno tras otro, cuidándose de no empantanar sus botas. A veces, se detenía sobre los cuerpos gruesos, daba la vuelta para mirar a las milicias, y gritaba, con un brazo empuñado hacia el aire, “¡que no quede ni uno vivo!”. “¡Urra!”, respondían en tremendo coro. Era la guerra en proporciones apocalípticas. Perdidos en la desventura de la sevicia, tomaron los caballos de los rivales caídos y comenzaron a matarlos, a zanjarles las barrigas enormes hasta que quedaban moribundos, a darles tiros de suerte en sus frentes de plata. Exaltados en la satisfacción de la mortífera victoria, todavía sedientos de revancha, los asesinos sonreían con sus rostros salpicados de sangre enemiga, y escupían enormes cuajarones de saliva y lodo sobre los cadáveres tétricamente frescos. La tierra desprendía un vaho caliente que, entretejido con el sol de los venados, se levantaba como se levantan los espíritus de los hombres recién caídos. Las tinieblas de la noche ya asomaban sus narices por sobre los recodos de las cordilleras más lejanas. Entonces, antes de que el General de División, por medio del radio de alta frecuencia, anunciara oficialmente la victoria de la guerra a los altos mandos del cuartel central, doña Mariela entró en el cuarto, abrió las ventanas, chasqueó los dedos, y dijo: “Miguel, terminó la hora de juego”. El niño se levantó, puso sus soldaditos de plomo en la caja de juguetes, y respondió: “Sí, mamá”.
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Daniel Santa Isaza: Estudiante de la Maestría en Literatura de la Universidad de Antioquia, y comunicador social y periodista de la misma institución. Fue director de Cultura del municipio de Abejorral, coautor del poemario Arpa Doppia (2015), y ganador de la Convocatoria de Circulación Artística y Cultural y la Convocatoria de Estímulos al Talento Creativo del Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia. Escritor invitado a la Feria del Libro de la Universidad de Juárez Autónoma de Tabasco-México (2014), y otros encuentros nacionales de literatura.